sábado, 26 de enero de 2013

Entrega 60



En eso estaban cuando el inconfundible sonido, el triste sonido de las muletas y el aparato ortopédico que pretendía suplir las funciones biomecánicas del muslo, rodilla, tobillo y pie de la pierna izquierda de Glorita anunciaba su presencia. En verdad era un cromito la chiquilla que ya frisaba los doce años. En sus todavía pequeños senos se adivinaba ya el volumen majestuoso que con el tiempo probablemente llegarían a  desarrollar y, a semejanza de su madre, la hermosura y generosidad que los distinguiría. Tras la pobre poliomielítica entró a la sala Cecilia, un año menor, quien no disimulaba la envidia que le guardaba a su hermana por su belleza, gracia y buen corazón, a pesar de su gran impedimento físico. Cecilia había heredado toda la fealdad de su progenitor Antonio Bernal y quién sabe de quién un carácter áspero y agrio. Además era  poco sociable y a nadie le caía bien.
-¿Sí resultó todo como lo planeaste, mami?, nos tardamos lo más que pudimos en la tiendita después de que le abriste la puerta a Toñito. Desde ahí vimos que entró.
-Sí Glorita, salió que ni mandado a hacer, pregúntale a Esperanza, socarrona le contestó la madre a su hija, mientras “Jorge Negrete”, ahí mejor conocido como Toñito Bernal Cuevas, le presumía su pistola de fulminantes niquelada a su tocayo, quien literalmente se comía con los ojos el traje negro de charro con todo y sombrero galoneado y muy bonita botonadura de plata.
Toñito Ruiloba volvía a preguntarse en lo más recóndito de su ser ¿por qué yo no?, ¿por qué yo no tengo una mamá como la de él?, ¿por qué yo no estrené un traje de charro como él? Para su mayor depresión, en ese instante Gloria Cuevas, como cualquier madre normal, comenzó  de melosa con su hijo consentido:
-A ver, dígale a mami, mi rey, ¿quién es el charro más guapo de México?, ¿quién es la adoración de mami?, a ver, ¿quién se va a ir el lunes que entra con mami a Acapulco porque cumple sus ocho años?, ¿quién mi amor?, a ver dígame ¿quién?
Pasado un rato, los dos Toños se subieron a la pieza del charrito para jugar a los cochecitos, mientras Cecilia y Pera salieron por chicles a la tiendita y Glorita se metió a bañar. Esperanza empezaba a platicarle todo el chisme a Gloria Cuevas, cuando fueron interrumpidas por Blanca García Travesí que, aunque un poco tarde, llegó a la cita pactada de antemano.
Si Gloria y Esperanza ya habían entrado a los cuarenta, Blanca andaba ya por los cincuenta años, aunque inexplicablemente aparentaba menos. Muy delgada y muy demacrada, tenía décadas combatiendo sin éxito definitivo una sífilis que le contagió un capitán del ejército (Juan Lucero) que se convirtió en el único y gran amor de su vida. Pese a la diferencia de edades, se entendían las tres mujeres muy bien y, aunque se supusiera lo contrario, la más alegre, dicharachera e incansable lo era Blanca, igualmente era la más culta y la única que contaba con una carrera universitaria.
Quitando la sífilis contraída y el que Lucero la hubiera plantado prácticamente al pie del altar, para huir con otra mujer y casarse más tarde en Sinaloa, dejándola de solterona, aparentemente Blanca García Travesí no había tenido otros grandes sufrimientos en su vida. Al menos su carácter alegre y su simpatía personal hacían pensar eso.
Fumadora empedernida, hija única de un matrimonio multimillonario, en su elegante residencia ubicada en la esquina formada por las Avenidas Juanacatlán y Mazatlán, en la Colonia Hipódromo Condesa, ofrecía muy seguidamente fiestones locos que por lo general terminaban a eso de las cinco o seis de la mañana, con viandas finas servidas, abundancia de caldos importados y buena orquesta para amenizar el baile. A sus sirvientes los trataba con respeto y siempre respondía con hechos a las aflicciones que pudieran tener. Era un caso insólito entre la gente de su clase. Antiyanqui a ultranza, era miembro honorario de la agrupación Defensores de la República, por lo que conocía a muchos políticos de medio pelo y a infinidad de mandos militares.

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