En eso
estaban cuando el inconfundible sonido, el triste sonido de las muletas y el
aparato ortopédico que pretendía suplir las funciones biomecánicas del muslo,
rodilla, tobillo y pie de la pierna izquierda de Glorita anunciaba su
presencia. En verdad era un cromito la chiquilla que ya frisaba los doce años.
En sus todavía pequeños senos se adivinaba ya el volumen majestuoso que con el
tiempo probablemente llegarían a
desarrollar y, a semejanza de su madre, la hermosura y generosidad que
los distinguiría. Tras la pobre poliomielítica entró a la sala Cecilia, un año
menor, quien no disimulaba la envidia que le guardaba a su hermana por su
belleza, gracia y buen corazón, a pesar de su gran impedimento físico. Cecilia
había heredado toda la fealdad de su progenitor Antonio Bernal y quién sabe de
quién un carácter áspero y agrio. Además era
poco sociable y a nadie le caía bien.
-¿Sí resultó
todo como lo planeaste, mami?, nos tardamos lo más que pudimos en la tiendita
después de que le abriste la puerta a Toñito. Desde ahí vimos que entró.
-Sí Glorita,
salió que ni mandado a hacer, pregúntale a Esperanza, socarrona le contestó la
madre a su hija, mientras “Jorge Negrete”, ahí mejor conocido como Toñito
Bernal Cuevas, le presumía su pistola de fulminantes niquelada a su tocayo,
quien literalmente se comía con los ojos el traje negro de charro con todo y
sombrero galoneado y muy bonita botonadura de plata.
Toñito
Ruiloba volvía a preguntarse en lo más recóndito de su ser ¿por qué yo no?,
¿por qué yo no tengo una mamá como la de él?, ¿por qué yo no estrené un traje
de charro como él? Para su mayor depresión, en ese instante Gloria Cuevas, como
cualquier madre normal, comenzó de
melosa con su hijo consentido:
-A ver,
dígale a mami, mi rey, ¿quién es el charro más guapo de México?, ¿quién es la
adoración de mami?, a ver, ¿quién se va a ir el lunes que entra con mami a
Acapulco porque cumple sus ocho años?, ¿quién mi amor?, a ver dígame ¿quién?
Pasado un
rato, los dos Toños se subieron a la pieza del charrito para jugar a los
cochecitos, mientras Cecilia y Pera salieron por chicles a la tiendita y
Glorita se metió a bañar. Esperanza empezaba a platicarle todo el chisme a
Gloria Cuevas, cuando fueron interrumpidas por Blanca García Travesí que,
aunque un poco tarde, llegó a la cita pactada de antemano.
Si Gloria y
Esperanza ya habían entrado a los cuarenta, Blanca andaba ya por los cincuenta
años, aunque inexplicablemente aparentaba menos. Muy delgada y muy demacrada,
tenía décadas combatiendo sin éxito definitivo una sífilis que le contagió un
capitán del ejército (Juan Lucero) que se convirtió en el único y gran amor de
su vida. Pese a la diferencia de edades, se entendían las tres mujeres muy bien
y, aunque se supusiera lo contrario, la más alegre, dicharachera e incansable
lo era Blanca, igualmente era la más culta y la única que contaba con una
carrera universitaria.
Quitando la
sífilis contraída y el que Lucero la hubiera plantado prácticamente al pie del
altar, para huir con otra mujer y casarse más tarde en Sinaloa, dejándola de
solterona, aparentemente Blanca García Travesí no había tenido otros grandes
sufrimientos en su vida. Al menos su carácter alegre y su simpatía personal
hacían pensar eso.
Fumadora
empedernida, hija única de un matrimonio multimillonario, en su elegante
residencia ubicada en la esquina formada por las Avenidas Juanacatlán y
Mazatlán, en la Colonia Hipódromo Condesa, ofrecía muy seguidamente fiestones
locos que por lo general terminaban a eso de las cinco o seis de la mañana, con
viandas finas servidas, abundancia de caldos importados y buena orquesta para
amenizar el baile. A sus sirvientes los trataba con respeto y siempre respondía
con hechos a las aflicciones que pudieran tener. Era un caso insólito entre la gente
de su clase. Antiyanqui a ultranza, era miembro honorario de la agrupación
Defensores de la República, por lo que conocía a muchos políticos de medio pelo
y a infinidad de mandos militares.
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