miércoles, 30 de enero de 2013

Entrega 64



Paso a pasito, tantito con pena, tantito con desconfianza, tantito con miedo, Toñito fue bajando la escalera. Sentía que le hervía la sangre. Estaba todito atolondrado.  No sabía qué pensar ni qué hacerle ni qué decirle a ese señor chaparrito y flaquito que estaba allí, abajo, a seis escalones de distancia, enfundado en un  traje de color café, con corbata granate, sombrero beige y pisacorbata de oro, del que decía su hermana que era su papá, pero que para él, Toñito, Antonio Alfredo Ruiloba Videgaray, era un auténtico y verdadero desconocido. ¿Qué había que besarlo y abrazarlo? ¿Acaso, desde ya, tendría que llamarlo papá, si a Esperanza Videgaray nunca jamás le había dicho mamá? ¿A poco también tendría que decirle te quiero, si a Esperanza Videgaray tampoco nunca se lo había dicho? ¿Y cómo es que lo tenía que querer, si a su madre sólo la odiaba, no la quería?
Estas y mil cuestiones más se amontonaban en el cerebro del niño, el que ya sentía como que le empezaba a doler la cabeza. Cada escalón lo bajaba lo más lentamente posible, mientras sus dos manitas apretaban con fuerza el barandal y el costado derecho de su tronco, ahí recargado, se iba deslizando  como buscando frenarse, tardarse, eternizarse en su llegada al inicio de la escalera. Y no era ciertamente tratar de evitar el inicio de la escalera, era buscar evadir el encuentro con el padre desconocido, con el señor ajeno a su breve historia, a sus momentos y horas de pavor e indefensión,  tristeza y sufrimiento, angustia y soledad.
Toñito no llegó al inició de la escalera. No tuvo que hacerlo. El padre no soportó más, se desprendió de Pera y de una zancada llegó al escalón donde estaba su hijo, lo tomó y alzó, lo abrazó, lo estrechó contra sí, casi impidiéndole respirar por el fuerte apretón, al tiempo que le llenaba la cara de besos y no paraba de de decirle, sin apartar su vista de la cara de Toñito, ¡hijo!, ¡hijo!, ¡hijo!, ¡hijo!
Y así estuvieron un buen rato, un larguísimo rato, hasta que el padre, al parecer ya repuesto del choque emocional que le causó conocer finalmente a su hijo, cargándolo por las asentaderas ya con un solo brazo, con el otro empujó cariñosamente por la espalda a Pera y entraron los tres a la sala.
-Yo vi, ¿o lo soñé?, a una morenita hidalguense, muy simpática y muy chambeadora, pero muy chiveada, que creo que se llama Jerónima. ¿Ustedes no, niños? A ver, díganme, ¿la vi o lo soñé?, preguntó Ruiloba mientras le guiñaba el ojo a Pera, para que le siguiera la broma, pues Toñito de plano no levantaba para nada la cara, o evadía la mirada del padre y simplemente adoptó la postura de no hablar y poner un  rostro de piedra.
-¡Aquí ‘toy, señor!, Jerónima Barranco Tolentino, para lo que se le ofrezca, ¡Dios lo bendiga y sea bienvenido a ésta su casa!. Y efectivamente llena de vergüenza, pero quién sabe por qué muy contenta, le contestó la sirvienta bonito y fuerte, como fuerte con ambas manos cogía y retorcía una de las puntas  de su delantal.
- ¡Gracias, Jero! y que Dios te colme de bendiciones, le contestó Ruiloba, quien en Los Angeles había sido puesto al tanto de todo (Jerónima incluida) por Pera, cuando acompañó a su mamá el año anterior.

No hay comentarios:

Publicar un comentario