Paso a
pasito, tantito con pena, tantito con desconfianza, tantito con miedo, Toñito
fue bajando la escalera. Sentía que le hervía la sangre. Estaba todito
atolondrado. No sabía qué pensar ni qué
hacerle ni qué decirle a ese señor chaparrito y flaquito que estaba allí,
abajo, a seis escalones de distancia, enfundado en un traje de color café, con corbata granate,
sombrero beige y pisacorbata de oro, del que decía su hermana que era su papá,
pero que para él, Toñito, Antonio Alfredo Ruiloba Videgaray, era un auténtico y
verdadero desconocido. ¿Qué había que besarlo y abrazarlo? ¿Acaso, desde ya,
tendría que llamarlo papá, si a Esperanza Videgaray nunca jamás le había dicho
mamá? ¿A poco también tendría que decirle te quiero, si a Esperanza Videgaray
tampoco nunca se lo había dicho? ¿Y cómo es que lo tenía que querer, si a su
madre sólo la odiaba, no la quería?
Estas y mil
cuestiones más se amontonaban en el cerebro del niño, el que ya sentía como que
le empezaba a doler la cabeza. Cada escalón lo bajaba lo más lentamente
posible, mientras sus dos manitas apretaban con fuerza el barandal y el costado
derecho de su tronco, ahí recargado, se iba deslizando como buscando frenarse, tardarse, eternizarse
en su llegada al inicio de la escalera. Y no era ciertamente tratar de evitar
el inicio de la escalera, era buscar evadir el encuentro con el padre
desconocido, con el señor ajeno a su breve historia, a sus momentos y horas de
pavor e indefensión, tristeza y
sufrimiento, angustia y soledad.
Toñito no
llegó al inició de la escalera. No tuvo que hacerlo. El padre no soportó más,
se desprendió de Pera y de una zancada llegó al escalón donde estaba su hijo, lo
tomó y alzó, lo abrazó, lo estrechó contra sí, casi impidiéndole respirar por
el fuerte apretón, al tiempo que le llenaba la cara de besos y no paraba de de
decirle, sin apartar su vista de la cara de Toñito, ¡hijo!, ¡hijo!, ¡hijo!,
¡hijo!
Y así
estuvieron un buen rato, un larguísimo rato, hasta que el padre, al parecer ya
repuesto del choque emocional que le causó conocer finalmente a su hijo,
cargándolo por las asentaderas ya con un solo brazo, con el otro empujó
cariñosamente por la espalda a Pera y entraron los tres a la sala.
-Yo vi, ¿o
lo soñé?, a una morenita hidalguense, muy simpática y muy chambeadora, pero muy
chiveada, que creo que se llama Jerónima. ¿Ustedes no, niños? A ver, díganme,
¿la vi o lo soñé?, preguntó Ruiloba mientras le guiñaba el ojo a Pera, para que
le siguiera la broma, pues Toñito de plano no levantaba para nada la cara, o
evadía la mirada del padre y simplemente adoptó la postura de no hablar y poner
un rostro de piedra.
-¡Aquí ‘toy,
señor!, Jerónima Barranco Tolentino, para lo que se le ofrezca, ¡Dios lo
bendiga y sea bienvenido a ésta su casa!. Y efectivamente llena de vergüenza,
pero quién sabe por qué muy contenta, le contestó la sirvienta bonito y fuerte,
como fuerte con ambas manos cogía y retorcía una de las puntas de su delantal.
- ¡Gracias,
Jero! y que Dios te colme de bendiciones, le contestó Ruiloba, quien en Los
Angeles había sido puesto al tanto de todo (Jerónima incluida) por Pera, cuando
acompañó a su mamá el año anterior.
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