jueves, 31 de enero de 2013

Entrega 65



Ruiloba ocupó el sillón pegado a la entrada de la sala y sobre su pierna izquierda sentó a Toñito, quien para nada levantaba la barbilla que tenía de plano encajada en su pecho. De reojo a veces miraba a su papá y rapidísimamente volvía a bajar los ojos cuando sentía que las miradas  de ambos estaban a punto de cruzarse. En tanto, Pera, que estaba sentada en el suelo junto a las piernas de su padre, rompía a mil por hora los envoltorios, muy bonitos, por cierto, de las siete cajas de juguetes que Ruiloba trajo de los Estados Unidos para sus hijos. El tapete se llenó de papel celofán y moños verdes, azules y rojos.
Conforme iba sacando cada juguete, Pera gritaba a voz en cuello, mucho muy contenta y sorprendida a la vez, qué y para quién era. De entre las siete cajas  que Ruiloba quién sabe cómo logró traer a México sin daño alguno en los envoltorios originales que mostraban los nombres y logotipos de las  tres jugueterías en que adquirió los regalos, destacaba una. Era espectacular por los dibujos impresos en su envoltura y desde luego era la más grande de todas. Cuando Pera la abrió, a Toñito se le fueron los ojos sobre ella luego, luego.
-Anda, hijito, bájate a jugar con los soldaditos, te gustan mucho, ¿verdad?
El niño no le contestó nada al padre, pero se volvió loco de felicidad. La cajota contenía cien soldados verdes de plástico (con cascos removibles) en todas las funciones y acciones habidas y por haber en un combate: fusileros, pechos a tierra, observadores con sus binoculares, zapadores con su pala en la espalda y con tenazas en las manos para cortar los alambres de púas de las trincheras enemigas, médicos con sus estetoscopios, camilleros cargando heridos en las camillas, enfermeras sosteniendo en alto frascos de suero para los heridos, motociclistas llevando mensajería, capitanes con su diestra en alto arengando al combate, capellanes con sus estolas y biblias impartiendo bendiciones, cadáveres de soldados, soldados manipulando un lanzallamas o una ametralladora o una bazuka, soldados avanzando a bayoneta calada, soldados transmitiendo mensajes por radio o por teléfono. En las cien figuras estaba representado en plena acción todo el universo bélico.
Igualmente, venían ambulancias con su cruz roja pintada, tiendas de campaña, jeeps, camiones para transporte de tropas y para cargar equipo militar, tanques, aviones, helicópteros, carros artillados, carros localizadores de ondas radiales, carros con enormes aparatos de iluminación o con radares para detectar aviones enemigos, vehículos de combate y anfibios, camiones cisterna, máquinas excavadoras, plantas móviles de energía eléctrica. En fin, todo lo imaginable, todo lo posible. Era la época del macartismo puro, de la guerra en Corea y, obviamente, eran los juguetes que la potencia triunfadora de la Segunda Guerra Mundial creaba para la educación subliminal de su niñez. A Toñito, por accidente, todo ello le cayó de maravilla. Ni en la Juguetería Ara ni en Sears Roebuck de México, ni en ningún lado jamás había visto una caja de soldados tan maravillosa.
Con su hermana se internó en un laberinto bélico, del cual no hallaban ni querían hallar la salida, pues el reloj llegó a marcar las nueve de la noche y todavía seguían jugando con los soldaditos. Ruiloba había llegado hacia la una de la tarde con dos maletas negras y las siete cajas de juguetes. De la cajuela del taxi, el chofer y él fueron sacando, con cuidado, todas las cosas. Quién sabe qué le vendría platicando Ruiloba, que el taxista, cuando recibió su dinero y se despidió de su cliente, nomás movía la cabeza de un lado a otro y, sonriendo, repetía: ¡a qué señor tan vaciado, jamás vuelvo a pedir un tequila!, ¡a qué señor!, ¡’tuvo bueno!

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