Ruiloba
ocupó el sillón pegado a la entrada de la sala y sobre su pierna izquierda
sentó a Toñito, quien para nada levantaba la barbilla que tenía de plano
encajada en su pecho. De reojo a veces miraba a su papá y rapidísimamente
volvía a bajar los ojos cuando sentía que las miradas de ambos estaban a punto de cruzarse. En
tanto, Pera, que estaba sentada en el suelo junto a las piernas de su padre,
rompía a mil por hora los envoltorios, muy bonitos, por cierto, de las siete
cajas de juguetes que Ruiloba trajo de los Estados Unidos para sus hijos. El
tapete se llenó de papel celofán y moños verdes, azules y rojos.
Conforme iba
sacando cada juguete, Pera gritaba a voz en cuello, mucho muy contenta y
sorprendida a la vez, qué y para quién era. De entre las siete cajas que Ruiloba quién sabe cómo logró traer a
México sin daño alguno en los envoltorios originales que mostraban los nombres
y logotipos de las tres jugueterías en
que adquirió los regalos, destacaba una. Era espectacular por los dibujos
impresos en su envoltura y desde luego era la más grande de todas. Cuando Pera
la abrió, a Toñito se le fueron los ojos sobre ella luego, luego.
-Anda,
hijito, bájate a jugar con los soldaditos, te gustan mucho, ¿verdad?
El niño no
le contestó nada al padre, pero se volvió loco de felicidad. La cajota contenía
cien soldados verdes de plástico (con cascos removibles) en todas las funciones
y acciones habidas y por haber en un combate: fusileros, pechos a tierra,
observadores con sus binoculares, zapadores con su pala en la espalda y con
tenazas en las manos para cortar los alambres de púas de las trincheras
enemigas, médicos con sus estetoscopios, camilleros cargando heridos en las
camillas, enfermeras sosteniendo en alto frascos de suero para los heridos,
motociclistas llevando mensajería, capitanes con su diestra en alto arengando al
combate, capellanes con sus estolas y biblias impartiendo bendiciones,
cadáveres de soldados, soldados manipulando un lanzallamas o una ametralladora
o una bazuka, soldados avanzando a bayoneta calada, soldados transmitiendo
mensajes por radio o por teléfono. En las cien figuras estaba representado en
plena acción todo el universo bélico.
Igualmente,
venían ambulancias con su cruz roja pintada, tiendas de campaña, jeeps,
camiones para transporte de tropas y para cargar equipo militar, tanques,
aviones, helicópteros, carros artillados, carros localizadores de ondas
radiales, carros con enormes aparatos de iluminación o con radares para
detectar aviones enemigos, vehículos de combate y anfibios, camiones cisterna,
máquinas excavadoras, plantas móviles de energía eléctrica. En fin, todo lo
imaginable, todo lo posible. Era la época del macartismo puro, de la guerra en
Corea y, obviamente, eran los juguetes que la potencia triunfadora de la
Segunda Guerra Mundial creaba para la educación subliminal de su niñez. A
Toñito, por accidente, todo ello le cayó de maravilla. Ni en la Juguetería Ara
ni en Sears Roebuck de México, ni en ningún lado jamás había visto una caja de
soldados tan maravillosa.
Con su
hermana se internó en un laberinto bélico, del cual no hallaban ni querían
hallar la salida, pues el reloj llegó a marcar las nueve de la noche y todavía
seguían jugando con los soldaditos. Ruiloba había llegado hacia la una de la
tarde con dos maletas negras y las siete cajas de juguetes. De la cajuela del
taxi, el chofer y él fueron sacando, con cuidado, todas las cosas. Quién sabe
qué le vendría platicando Ruiloba, que el taxista, cuando recibió su dinero y
se despidió de su cliente, nomás movía la cabeza de un lado a otro y,
sonriendo, repetía: ¡a qué señor tan vaciado, jamás vuelvo a pedir un tequila!,
¡a qué señor!, ¡’tuvo bueno!
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