viernes, 1 de febrero de 2013

Entrega 66



Como de costumbre, pasadas las diez de la noche, Esperanza Videgaray aún no regresaba a la casa y en todo el día no se había comunicado a ella. En la sala, decorada con las cortinas de humo de dos cajetillas de Lucky Strike que Ruiloba ya llevaba consumidas, cuatro hileras de cascos de cervezas Carta Blanca amenazaban con caerse de la mesa con encendedor eléctrico que estaba junto al brazo derecho del sillón en que se había sentado Ruiloba. Eran diecisiete o más botellas vacías y la que aún estaba por la mitad.  Ruiloba ya arrastraba las erres y seguido enchuecaba la boca, pero aun así no paraba de mirar y mirar a Toñito, quien se hacía el desentendido.
Un plato con restos de galletas saladas y sardinas quedaba como evidencia de lo único que el padre beodo y sus dos hijos habían comido durante el día entero, a diferencia de Jerónima, quien entre escapada y escapada por cervezas a la tienda de abarrotes que estaba sobre la Avenida Florencia, se empinó en la cocina sus buenos tacos del pollo en escabeche que había guisado la víspera.
Dada la hora que era ya y puesto que sentía no estar en todos sus cabales, Ruiloba les dijo a los niños: ¡Bueno, piratas!, ¡al abordaje!, ¡cada quien agarre su almohada y vámonos a la cama! Pero primero despídanse de su padre como Dios  manda y muéstrenme la recámara de su madre. ¡Tú, Jerónima,  a tu cuarto!, yo voy a acostar a mis hijos. Y en eso estaban cuando el inconfundible motor del Fotingo se escuchó y Pera salió disparada a abrir la puerta de la calle y empezó a gritarle a Esperanza Videgaray: ¡Mami, mami!, ¡adivina quién llegó!, ¡adivina quién está aquí!, ¡apúrate!, ¡ya vente!, ¡mami, ya!
Esperanza venía medio briaga del departamento de Diana Young e hizo caso omiso de la vehemencia de su hija. Con toda parsimonia se bajó del carro, revisó que estuviera dentro de los límites del cajón correspondiente, cerró con llave la puerta del lado del conductor y finalmente se encaminó hacia la  casa.
-¿Y qué se te perdió aquí, cabrón?, ¿qué quieres?, ¿qué es lo que buscas?, le espetó sin decir agua va una enfurecida mujer al hombrecillo que delante de ella apenas atinaba a mantenerse en vertical y fajarse los pantalones que tenía uno o dos centímetros por debajo de su cintura.
-¡Nena!, ¡ven a mis brazos!, le musitó Ruiloba.
-¡Nena, tu chingada madre, hijo de puta! ¿Qué aquí está tu pendeja, para cuando se te dé la gana te la vengas a coger y arreglada la cosa?; ¿eh, cabrón?; ¿así de fácil vas a tener otra vez hoyo y lana, estúpido?, a grito partido le imprecaba Esperanza a Ruiloba en el quicio de la puerta de la recámara principal.
-¡Por Dios, Esperanza, aquí están los niños! ¿Acaso te volviste loca?, le gritó finalmente Ruiloba a su ex mujer y jalándola de un brazo la aventó hacia la cama y de un portazo cerró la puerta. Todavía se oyó que se arrojó arriba o al lado de ella por el rechinido de las patas de la cama. Afuera, Jerónima tranquilizó un  poco a los niños y los acompañó hasta que se pusieron sus piyamas y se acostaron.
Aunque la sirvienta se quedó con ellos casi una hora, ninguno de los dos pudo conciliar el sueño, pues ambos estaban a la expectativa de que algún pleitazo surgiera en cualquier momento. Jerónima, verdaderamente agotada, se fue a dormir a su cuarto y quién sabe a qué hora de la madrugada los hermanos entraron en el ámbito de Morfeo: eso sí, tras oír varias veces los resortes del colchón de la cama de su madre, en un vaivén al que estaban más que acostumbrados o, mejor dicho, al que los había acostumbrado Armando Castañeda las veces que había compartido el lecho con su progenitora.

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