Como de
costumbre, pasadas las diez de la noche, Esperanza Videgaray aún no regresaba a
la casa y en todo el día no se había comunicado a ella. En la sala, decorada
con las cortinas de humo de dos cajetillas de Lucky Strike que Ruiloba ya
llevaba consumidas, cuatro hileras de cascos de cervezas Carta Blanca
amenazaban con caerse de la mesa con encendedor eléctrico que estaba junto al
brazo derecho del sillón en que se había sentado Ruiloba. Eran diecisiete o más
botellas vacías y la que aún estaba por la mitad. Ruiloba ya arrastraba las erres y seguido
enchuecaba la boca, pero aun así no paraba de mirar y mirar a Toñito, quien se
hacía el desentendido.
Un plato con
restos de galletas saladas y sardinas quedaba como evidencia de lo único que el
padre beodo y sus dos hijos habían comido durante el día entero, a diferencia
de Jerónima, quien entre escapada y escapada por cervezas a la tienda de
abarrotes que estaba sobre la Avenida Florencia, se empinó en la cocina sus
buenos tacos del pollo en escabeche que había guisado la víspera.
Dada la hora
que era ya y puesto que sentía no estar en todos sus cabales, Ruiloba les dijo
a los niños: ¡Bueno, piratas!, ¡al abordaje!, ¡cada quien agarre su almohada y
vámonos a la cama! Pero primero despídanse de su padre como Dios manda y muéstrenme la recámara de su madre.
¡Tú, Jerónima, a tu cuarto!, yo voy a
acostar a mis hijos. Y en eso estaban cuando el inconfundible motor del Fotingo
se escuchó y Pera salió disparada a abrir la puerta de la calle y empezó a
gritarle a Esperanza Videgaray: ¡Mami, mami!, ¡adivina quién llegó!, ¡adivina
quién está aquí!, ¡apúrate!, ¡ya vente!, ¡mami, ya!
Esperanza
venía medio briaga del departamento de Diana Young e hizo caso omiso de la
vehemencia de su hija. Con toda parsimonia se bajó del carro, revisó que
estuviera dentro de los límites del cajón correspondiente, cerró con llave la
puerta del lado del conductor y finalmente se encaminó hacia la casa.
-¿Y qué se
te perdió aquí, cabrón?, ¿qué quieres?, ¿qué es lo que buscas?, le espetó sin
decir agua va una enfurecida mujer al hombrecillo que delante de ella apenas
atinaba a mantenerse en vertical y fajarse los pantalones que tenía uno o dos
centímetros por debajo de su cintura.
-¡Nena!,
¡ven a mis brazos!, le musitó Ruiloba.
-¡Nena, tu
chingada madre, hijo de puta! ¿Qué aquí está tu pendeja, para cuando se te dé
la gana te la vengas a coger y arreglada la cosa?; ¿eh, cabrón?; ¿así de fácil
vas a tener otra vez hoyo y lana, estúpido?, a grito partido le imprecaba
Esperanza a Ruiloba en el quicio de la puerta de la recámara principal.
-¡Por Dios,
Esperanza, aquí están los niños! ¿Acaso te volviste loca?, le gritó finalmente
Ruiloba a su ex mujer y jalándola de un brazo la aventó hacia la cama y de un
portazo cerró la puerta. Todavía se oyó que se arrojó arriba o al lado de ella
por el rechinido de las patas de la cama. Afuera, Jerónima tranquilizó un poco a los niños y los acompañó hasta que se
pusieron sus piyamas y se acostaron.
Aunque la
sirvienta se quedó con ellos casi una hora, ninguno de los dos pudo conciliar
el sueño, pues ambos estaban a la expectativa de que algún pleitazo surgiera en
cualquier momento. Jerónima, verdaderamente agotada, se fue a dormir a su
cuarto y quién sabe a qué hora de la madrugada los hermanos entraron en el
ámbito de Morfeo: eso sí, tras oír varias veces los resortes del colchón de la
cama de su madre, en un vaivén al que estaban más que acostumbrados o, mejor
dicho, al que los había acostumbrado Armando Castañeda las veces que había
compartido el lecho con su progenitora.
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