sábado, 2 de febrero de 2013

Entrega 67




Toñito sintió cómo una mano se posaba en su hombro derecho y lo movía hacia atrás y hacia adelante. Acostado en posición fetal, sentía que dicho movimiento se volvía más y más intenso, al tiempo que una lejana voz que no identificaba con claridad le repetía “levántate, tienes que ir a la escuela”. El infante hizo un intento por regresar a su sueño profundo, pero ya no lo logró. No había estado soñando. Efectivamente una mano movió con insistencia su hombro y una voz lo conminó a levantarse: eran la mano y la voz de su padre, que a las seis de la mañana de  ese viernes 3 de marzo de 1953 hacían hasta lo imposible para que se despertara y levantara cuanto antes.
Aunque la luz del cuarto ya estaba encendida y sabía que en el baño Pera ya había terminado de lavarse los dientes, pues el escándalo de sus buches de agua podía escucharse por toda la casa, Toñito como que no acababa de despertar, como que le parecía que estaba dentro de un sueño. Sentía que era él, pero dudaba que todo fuera cierto: que no hubiera sido despertado a gritos y mentadas por su madre con la barriga, los senos y los pelos del pubis al aire por andar siempre con la bata bien abierta y sin calzones; que no tuviera frente a sí el vomitivo vaso inmenso de chocolate con nata y dos yemas de huevo sin revolver ni disolver y que por la fuerza tenía que tragarse antes siquiera de su primera micción en el día; que no estuvieran junto a él su hermana y Jerónima, suplicándole que accediera a todo lo ordenado por su agresiva mamá, para así evitar ser golpeado en la cabeza y tildado de cabezón hasta el cansancio y a toda voz. No podía creer que nada de eso, su pan nuestro de cada día, su despertar de cada mañana, no estuviera ahí.
Pero pasados más minutos, sintió nuevamente, como no lo sentía desde la última vez que despertó en Atlanta 188, la belleza de la armonía, la ricura del buen humor, el don inigualable de traspasar el inconsciente y arribar al consciente que permite vivir y disfrutar la vida. ¡Qué lindo despertar de ese viernes primero de mes en que tendría que estrenar su traje de gala azul marino del Colegio del Tepeyac, que tanto le gustaba! ¡Qué lindo despertar cuando su padre le informó que en el Ford él ya lo iba a llevar todos los días a la escuela, como los papás de los niños “normales” lo hacían!
Quién sabe qué pócima Ruiloba habría tomado o de qué artes habría echado mano, pero lo cierto es que si estaba crudo en nada se le notaba, pues tenía magnífico semblante y un contagioso buen humor. Una vez que los dos niños estuvieron arreglados, desayunaron con su papá en la cocina. El les preparó el desayuno. Esperanza Videgaray seguramente andaba por el quinto sueño y desde luego nadie la extrañó, y Jerónima ya barría la calle. Hacia las siete de la mañana, Pera, con mochila en mano y su lonchera también, bajó las escaleras y se fue con la sirvienta hacia la esquina para esperar el camión número 9 del Colegio Americano, mientras que Ruiloba y Toñito se subieron a toda prisa al Fotingo e iniciaron el largo viaje hasta la Colonia Lindavista, a Callao 842. A las siete y diez de la mañana, el camión  número 8 del Tepeyac tocó inútilmente el claxon y tras la consabida espera de un minuto (con reloj en mano), el chofer continuó su ruta con un escolar menos.
Toñito iba feliz en el Ford. Su papá metía el acelerador hasta el fondo en los tramos de la Avenida Insurgentes en que podía hacerlo, llevando al niño sentado sobre su muslo izquierdo y platicándole que así de rápido corrían los coches en la Carrera Panamericana y que desde muchos años atrás él era el mejor amigo de los ases italianos Taruffi, Bonetto, Ascari y Maglioli. Por brevísimos segundos dejaba a su hijo tomar el volante y le aseguraba que manejaba muy, pero muy bien. A Toñito se le caía la baba de plano y se creyó de pé a pá todo lo que inventó su padre, que en ese instante se volvió su ídolo, cuantimás que le dio un billetote de cinco pesos para que se comprara lo que quisiera en la tiendita de la escuela.
Cuando llegaron al Colegio del Tepeyac y el Ford se detuvo en segunda fila en la entrada principal, Toñito no cabía en sí de gusto y orgullo, ya que no sólo vestía su impecable traje de gala, sino que ahora sí podría presumir como aquellos compañeros suyos que le caían tan gordos: “me trajo mi papá en su coche”.

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