Toñito sintió cómo una mano se posaba en su hombro derecho y lo movía hacia atrás y hacia adelante. Acostado en posición fetal, sentía que dicho movimiento se volvía más y más intenso, al tiempo que una lejana voz que no identificaba con claridad le repetía “levántate, tienes que ir a la escuela”. El infante hizo un intento por regresar a su sueño profundo, pero ya no lo logró. No había estado soñando. Efectivamente una mano movió con insistencia su hombro y una voz lo conminó a levantarse: eran la mano y la voz de su padre, que a las seis de la mañana de ese viernes 3 de marzo de 1953 hacían hasta lo imposible para que se despertara y levantara cuanto antes.
Aunque la
luz del cuarto ya estaba encendida y sabía que en el baño Pera ya había
terminado de lavarse los dientes, pues el escándalo de sus buches de agua podía
escucharse por toda la casa, Toñito como que no acababa de despertar, como que
le parecía que estaba dentro de un sueño. Sentía que era él, pero dudaba que
todo fuera cierto: que no hubiera sido despertado a gritos y mentadas por su
madre con la barriga, los senos y los pelos del pubis al aire por andar siempre
con la bata bien abierta y sin calzones; que no tuviera frente a sí el vomitivo
vaso inmenso de chocolate con nata y dos yemas de huevo sin revolver ni
disolver y que por la fuerza tenía que tragarse antes siquiera de su primera
micción en el día; que no estuvieran junto a él su hermana y Jerónima, suplicándole
que accediera a todo lo ordenado por su agresiva mamá, para así evitar ser
golpeado en la cabeza y tildado de cabezón hasta el cansancio y a toda voz. No
podía creer que nada de eso, su pan nuestro de cada día, su despertar de cada
mañana, no estuviera ahí.
Pero pasados
más minutos, sintió nuevamente, como no lo sentía desde la última vez que
despertó en Atlanta 188, la belleza de la armonía, la ricura del buen humor, el
don inigualable de traspasar el inconsciente y arribar al consciente que
permite vivir y disfrutar la vida. ¡Qué lindo despertar de ese viernes primero
de mes en que tendría que estrenar su traje de gala azul marino del Colegio del
Tepeyac, que tanto le gustaba! ¡Qué lindo despertar cuando su padre le informó
que en el Ford él ya lo iba a llevar todos los días a la escuela, como los
papás de los niños “normales” lo hacían!
Quién sabe
qué pócima Ruiloba habría tomado o de qué artes habría echado mano, pero lo
cierto es que si estaba crudo en nada se le notaba, pues tenía magnífico
semblante y un contagioso buen humor. Una vez que los dos niños estuvieron
arreglados, desayunaron con su papá en la cocina. El les preparó el desayuno.
Esperanza Videgaray seguramente andaba por el quinto sueño y desde luego nadie
la extrañó, y Jerónima ya barría la calle. Hacia las siete de la mañana, Pera,
con mochila en mano y su lonchera también, bajó las escaleras y se fue con la
sirvienta hacia la esquina para esperar el camión número 9 del Colegio
Americano, mientras que Ruiloba y Toñito se subieron a toda prisa al Fotingo e
iniciaron el largo viaje hasta la Colonia Lindavista, a Callao 842. A las siete
y diez de la mañana, el camión número 8
del Tepeyac tocó inútilmente el claxon y tras la consabida espera de un minuto
(con reloj en mano), el chofer continuó su ruta con un escolar menos.
Toñito iba
feliz en el Ford. Su papá metía el acelerador hasta el fondo en los tramos de
la Avenida Insurgentes en que podía hacerlo, llevando al niño sentado sobre su
muslo izquierdo y platicándole que así de rápido corrían los coches en la
Carrera Panamericana y que desde muchos años atrás él era el mejor amigo de los
ases italianos Taruffi, Bonetto, Ascari y Maglioli. Por brevísimos segundos
dejaba a su hijo tomar el volante y le aseguraba que manejaba muy, pero muy
bien. A Toñito se le caía la baba de plano y se creyó de pé a pá todo lo que
inventó su padre, que en ese instante se volvió su ídolo, cuantimás que le dio
un billetote de cinco pesos para que se comprara lo que quisiera en la tiendita
de la escuela.
Cuando
llegaron al Colegio del Tepeyac y el Ford se detuvo en segunda fila en la
entrada principal, Toñito no cabía en sí de gusto y orgullo, ya que no sólo
vestía su impecable traje de gala, sino que ahora sí podría presumir como
aquellos compañeros suyos que le caían tan gordos: “me trajo mi papá en su
coche”.
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