Tras esas
cuatro cervezas libaron más y más. La puerta del lado del copiloto del Fotingo
todo el tiempo permanecía totalmente abierta, abatida sobre la banqueta,
mientras adentro se apreciaba a Esperanza sentada frente al volante y muy
pegado a ella Ruiloba. Tantito se abrazaban y besaban, tantito sorbían el
líquido oscuro y burbujeante de sus Negras Modelo, tantito fumaban sus
cigarros, tantito se protestaban amor y fidelidad. Los clientes (mayormente
femeninos) de La Opera, entraban y salían, sin poder evitar mirar hacia adentro
del carro y luego voltear hacia el escalón de cemento que permitía el acceso a la
tienda cuyo frente chato se asentaba en el ángulo formado por Mayorga y
Montañas Rocallosas.
Ahí, en ese
escalón, sentaditos y quietecitos, abandonados a su suerte, Pera y Toñito se
limitaban a ver el espectáculo del par de borrachos que tenían frente a ellos y
a sentir las miradas de la gente y a escuchar sus murmuraciones, algunas de
burla, otras de lástima. No faltaban tampoco las miradas largas, tediosas,
curiosas, que se desprendían de caras de asombro o francamente de idiotas, de
algunos niños que por allí pasaban y se quedaban ahí parados, como lelos. A uno
que venía en su patín del diablo y que de plano se enfrenó para observar a
Esperanza y Ruiloba con todo detenimiento, Pera ya no pudo contenerse y le
gritó lo más fuerte que pudo: ¡lárgate, imbécil!
De vez en
cuando del carro bajaban la madre o el padre para pedirle permiso a don Lucio
de entrar a su baño en la trastienda, o sólo Ruiloba para entregar los cascos
vacíos y traer nuevas cervezas. En esas ocasiones se acordaban que tenían dos
hijos y les preguntaban cómo estaban y si necesitaban algo. Cuando Pera o
Toñito, ambos al borde de las lágrimas, les imploraban ya partir, sólo obtenían
por respuesta ¡sí, ahorita!, tengan éste dinero, cómprense unos dulces. En toda
esa jornada los niños compraron dulces, chocolates, dos blocks tamaño esquela,
además de dos lápices y una caja de crayolas para dibujar. Y desde luego que
aprovecharon muy bien la ocasión para consumir hasta el hartazgo sus refrescos
favoritos: Pera sus PEP y Toñito sus Soldado de Chocolate. Como “cortesía de la
casa”, don Lucio les obsequió a cada quien una bolsita de Zen-Zen.
Como no
tenían sacapuntas o tal vez por meros nervios o de pura desesperación, los
hermanos a puro mordisco de trocitos de madera, les sacaron punta a sus lápices,
y luego se fueron sobre las gomas de ellos, hasta terminar sin borrador alguno
y totalmente machucados los arillos que las sujetaban. En eso estaban
entretenidos, cuando su papá le llevó otras botellas sin líquido al tendero, le
pidió la cuenta y, siendo casi las seis de la tarde (¡casi 8 horas estuvieron
ahí!), les dijo a sus hijos: ¡vámonos nenes! ¡Vámonos hasta Cuernavaca!
Esperanza se
arrimó a su derecha, cerró la puerta y dejó que Ruiloba manejara el auto. A las
pocas cuadras de plano la ebriedad de la mujer hizo que cayera como narcotizada
sobre el mullido asiento del automóvil, mientras que su compinche de embriaguez
se pasaba cada rato la mano izquierda sobre el rostro y la lengua sobre sus
labios, pues era obvio que estaba haciendo un
gran esfuerzo para no quedarse dormido sobre el volante.
En el
asiento trasero, como tantas otras veces con su madre lo habían sufrido, Pera y
Toñito ahora reeditaban con su progenitor el pánico de viajar en un auto a gran
velocidad, conducido por un irresponsable borracho. Nada más que en esta
oportunidad a ninguno de los dos hermanitos escapaba el riesgo de hacerlo en
una carretera angosta de dos carriles y a punto de caer la noche. Como por arte
de magia, a la mente de Toñito llegaron todas las cosas que apenas le acababa
de platicar su papá sobre la Carrera Panamericana, su gran amistad con los
mejores pilotos del mundo (que ya todos sus amigos en el colegio sabían eran
los italianos), etcétera, etcétera, etcétera. Esto le insufló de inmediato una
gran tranquilidad y, armado de la seguridad que le brindaba el “conocimiento”,
le dijo a Pera: no tengas miedo, mi papá
ya corrió en la Panamericana.
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