Los rencores
acumulados de su madre y, tras la salida de Antonio, su anuncio a grito partido
de que iba a mandar por Castañeda para que se lo “madreara”, hicieron que Pera
pensara de inmediato en qué hacer para defender a su papá, pues lo veía muy
chiquito y al otro muy grandote. Como Esperanza se fue sola por doña Licha,
Pera tuvo todo el tiempo del mundo para planear, con las opiniones en contra de
Jerónima y Toñito, cómo atacar a Castañeda. La sirvienta de plano se zafó de
esa bronca en perspectiva, pero Toñito fue obligado a participar en el complot:
de la obra que había en Florencia, cerca de la escuela, iban a traer tabiques
suficientes, unos diez o quince. Los iban a esconder atrás del refrigerador y
en el momento en que Castañeda empezara a sonarse a su papá (al que por cierto
no le daban ni una sola oportunidad de victoria), los iban a sacar, bajarían
las escaleras a toda mecha y brincarían sobre los hombros de Castañeda para
golpearlo con los tabiques en la cabeza, hasta matarlo, para acabar de una vez
y por todas con ese tipo y todos los
problemas que ocasionaba. Naturalmente Pera convenció a su hermanito de que no
podrían ir a la cárcel, pues sería en defensa propia. Después de la comida, a
la que por cierto no llegó su mamá, todo fue sentarse a esperar, mirar el reloj
de la cocina y verificar una y otra vez que del hueco que había entre la parte
trasera del refrigerador y la pared no se asomara ninguno de los tres tabiques
que sólo pudieron robar en la construcción, pues para su mala fortuna el
pretendiente de Jerónima, Juan, no fue a trabajar ese día y no conocían a
ningún otro albañil que les pudiera regalar tabiques.
Fue una
espera larga y angustiante. Hacia las ocho de la noche llegó Ruiloba con una
enorme sonrisa y un ramo de rosas todavía más enorme que su sonrisa. Casi
enseguida, se oyó que Esperanza abría la puerta y, contra todos los
pronósticos, ni gritos ni insultos se profirieron, por lo que sus hijos y
Jerónima se quedaron confundidos.
Esperanza
les ordenó que se fueran a acostar y con un ademán le indicó a Ruiloba que
pasara a la sala. Agazapados en la escalera, procurando no ser vistos, los
tres, por más que se esforzaban en escuchar, no lograban oír nada de lo que Antonio
y su ex esposa hablaban, por lo quedo que lo hacían y porque sorpresivamente
por primera vez en años la mujer cerró la puerta de cristal biselado de la
sala, lo que hacía inaudible todo sonido, amén de que distorsionaba las
imágenes.
Por ahí de
las nueve de la noche sonó el timbre y Esperanza rápidamente salió a abrirle a
Castañeda. Ya adentro, éste quiso besarla, pero ella lo rechazó con ambas
manos, le guiñó un ojo y con el pulgar derecho lo dirigió hacia la sala.
Ingresaron ambos y fue en esta ocasión Ruiloba quien cerró la puerta de
cristal. Jerónima y los niños hasta aguantaban la respiración lo más que podían
para evitar el mínimo ruido, pero por adentro tenían deshechos los nervios y
sentían que en cualquier instante iba a principiar la batahola.
Dieron las
nueve y media, las diez, las diez y media, pero nada pasaba, se oía nada.
Tampoco se veía. Les llamaba la atención que nadie hubiera salido al baño o a
la cocina por vasos, hielos, refrescos y licor. Igualmente, era imperceptible el humo de cigarro. En
cualquiera de ambos casos iban a meterse en un brete, pues por necesidad quien
saliera a ello tendría que subir las escaleras y resultaría imposible que no
los descubriera cuando corrieran a esconderse. Pese a estar conscientes del
riesgo, los chamacos y Jero, muertos de curiosidad y ansiedad, empezaron a
bajar con todo cuidado escalón tras escalón, alcanzando el pie de la escalera
cuando, intempestivamente, se abrió la puerta de cristal de la sala e,
¡increíble, pero cierto!, la abandonó cabizbajo y llorando el hombrón de
Armando Castañeda, quien absorbía los empellones de Ruiloba, el que dio
tremendo azotón a la puerta de entrada cuando aquél, trastabillando, abandonó
la casa.
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