domingo, 10 de febrero de 2013

Entrega 75



Los rencores acumulados de su madre y, tras la salida de Antonio, su anuncio a grito partido de que iba a mandar por Castañeda para que se lo “madreara”, hicieron que Pera pensara de inmediato en qué hacer para defender a su papá, pues lo veía muy chiquito y al otro muy grandote. Como Esperanza se fue sola por doña Licha, Pera tuvo todo el tiempo del mundo para planear, con las opiniones en contra de Jerónima y Toñito, cómo atacar a Castañeda. La sirvienta de plano se zafó de esa bronca en perspectiva, pero Toñito fue obligado a participar en el complot: de la obra que había en Florencia, cerca de la escuela, iban a traer tabiques suficientes, unos diez o quince. Los iban a esconder atrás del refrigerador y en el momento en que Castañeda empezara a sonarse a su papá (al que por cierto no le daban ni una sola oportunidad de victoria), los iban a sacar, bajarían las escaleras a toda mecha y brincarían sobre los hombros de Castañeda para golpearlo con los tabiques en la cabeza, hasta matarlo, para acabar de una vez y por todas con ese tipo y todos  los problemas que ocasionaba. Naturalmente Pera convenció a su hermanito de que no podrían ir a la cárcel, pues sería en defensa propia. Después de la comida, a la que por cierto no llegó su mamá, todo fue sentarse a esperar, mirar el reloj de la cocina y verificar una y otra vez que del hueco que había entre la parte trasera del refrigerador y la pared no se asomara ninguno de los tres tabiques que sólo pudieron robar en la construcción, pues para su mala fortuna el pretendiente de Jerónima, Juan, no fue a trabajar ese día y no conocían a ningún otro albañil que les pudiera regalar tabiques.
Fue una espera larga y angustiante. Hacia las ocho de la noche llegó Ruiloba con una enorme sonrisa y un ramo de rosas todavía más enorme que su sonrisa. Casi enseguida, se oyó que Esperanza abría la puerta y, contra todos los pronósticos, ni gritos ni insultos se profirieron, por lo que sus hijos y Jerónima se  quedaron confundidos.
Esperanza les ordenó que se fueran a acostar y con un ademán le indicó a Ruiloba que pasara a la sala. Agazapados en la escalera, procurando no ser vistos, los tres, por más que se esforzaban en escuchar, no lograban oír nada de lo que Antonio y su ex esposa hablaban, por lo quedo que lo hacían y porque sorpresivamente por primera vez en años la mujer cerró la puerta de cristal biselado de la sala, lo que hacía inaudible todo sonido, amén de que distorsionaba las imágenes.
Por ahí de las nueve de la noche sonó el timbre y Esperanza rápidamente salió a abrirle a Castañeda. Ya adentro, éste quiso besarla, pero ella lo rechazó con ambas manos, le guiñó un ojo y con el pulgar derecho lo dirigió hacia la sala. Ingresaron ambos y fue en esta ocasión Ruiloba quien cerró la puerta de cristal. Jerónima y los niños hasta aguantaban la respiración lo más que podían para evitar el mínimo ruido, pero por adentro tenían deshechos los nervios y sentían que en cualquier instante iba a principiar la batahola.
Dieron las nueve y media, las diez, las diez y media, pero nada pasaba, se oía nada. Tampoco se veía. Les llamaba la atención que nadie hubiera salido al baño o a la cocina por vasos, hielos, refrescos y licor. Igualmente,  era imperceptible el humo de cigarro. En cualquiera de ambos casos iban a meterse en un brete, pues por necesidad quien saliera a ello tendría que subir las escaleras y resultaría imposible que no los descubriera cuando corrieran a esconderse. Pese a estar conscientes del riesgo, los chamacos y Jero, muertos de curiosidad y ansiedad, empezaron a bajar con todo cuidado escalón tras escalón, alcanzando el pie de la escalera cuando, intempestivamente, se abrió la puerta de cristal de la sala e, ¡increíble, pero cierto!, la abandonó cabizbajo y llorando el hombrón de Armando Castañeda, quien absorbía los empellones de Ruiloba, el que dio tremendo azotón a la puerta de entrada cuando aquél, trastabillando, abandonó la casa.

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