A la vuelta
de la Calle de Mayorga, donde vivían los Mulayo, en el número 516 de Montañas
Rocallosas Oriente, estaba a la venta en doscientos cincuenta mil pesos una
bonita casa que contaba con su buen jardín, espacioso patio, chimenea, una sala
con su gran ventanal, comedor,
desayunador, cocina, tres amplias recámaras, dos y medio baños, sótano, garaje,
cuarto con baño integrado para el servicio y su infaltable porche, muy a la
gringa. Esa casa la descubrieron Rosita y el Chino Joe a petición de Esperanza,
quien les había encomendado buscar y encontrar una residencia en venta en las
Lomas de Chapultepec, pues a más tardar el primero de septiembre tenía que
desocupar Cerrada de Hamburgo, ante la negativa de su propietaria de renovarle
el contrato de arrendamiento, por la fuerte presión de los vecinos, gracias a
sus escándalos e indiscutible mal ejemplo.
No sólo el
precio y las características de la casa animaron a Esperanza a comprarla, sino
fundamentalmente el hecho de que estaba a cinco minutos, caminando, de los
Mulayo, con lo que se evitaría los largos desplazamientos en automóvil desde la
Colonia Juárez cuando los necesitara para embriagarse y además así siempre
tendría cerca a alguien de confianza y “responsable”, ya sea para vigilar de la
casa cuando saliera de viaje o ya sea para que viera por Pera y Toñito si así
se requiriera por alguna emergencia. Por si todo ello no bastara para animarse
a adquirir esa propiedad, estaba también el hecho de que el grueso de sus
vecinos eran estadounidenses, todos ricachones.
El día de la
mudanza, mientras los muebles eran metidos a enorme camión estacionado fuera de
la Cerrada de Hamburgo, bajo la “supervisión” de Jerónima y Juan, el que ya era
su ya novio “oficial” y al que Esperanza le ofreció diez pesos para que ayudara
a “echar ojo” a los cargadores, Esperanza y su arrendadora finiquitaban en la sala
la devolución del depósito, la entrega de las llaves y los recibos de lo que la
desagradable inquilina había tenido que pagar. Pero lejos de todos, muy
contentos y con el previo permiso (casi orden) de su madre, Pera y Toñito
llevaban a cabo la “venganza apache” por la afrenta que había sido no quererle
renovar a su progenitora un año más el arrendamiento.
Primero se
subieron a la azotea y vaciaron en el tinaco dos botellas de aguarrás. Luego
bajaron al baño y medio abrieron las llaves del agua caliente y fría, de tal
manera que se desperdiciara el líquido sin producir ruido alguno. Y por último,
lo que más los llenó de satisfacción: vaciaron dentro de las alacenas tres
frascos de mermelada de fresa y embarraron todo el contenido de dos latas de
leche condensada Nestlé en todas y cada una de sus puertas. Desde luego, para
nada les dieron nervios, pues actuaban como “comando”, por “órdenes
superiores”. Eso sí, cuando el último cargador salió de la casa y la dueña
desde adentro cerró la puerta de la calle, los niños salieron disparados a todo
lo que daban sus piernas y fueron los primeros en subirse al Ford, mucho antes
que Esperanza, Jerónima y Juan, quien entre apenado y temeroso, fue incluido en
la comitiva rumbo al nuevo hogar de los infantes Ruiloba Videgaray.
Mucho antes
que llegara el pesado camión de mudanzas a Montañas Rocallosas, arribó el
Fotingo. Afuera de la casa ya tenían un buen rato esperándolos Joe, Rosita y
Emily, la que ya había cien veces reconocido, olido y orinado los prados llenos
de verde que adornaban la banqueta de la residencia por estrenar. Una bandera
gringa que salía de la ventana de una casa contigua, les anunció que serían muy
distintos los nuevos vecinos y que ahora sí, como Esperanza lo repetía hasta el
cansancio, iban a vivir entre gente blanca, gente decente, “good people” (gente
buena). La oferta de la madre no convencía del todo a sus hijos, pues no era
garantía alguna de que ahora les brindaría una vida normal, sin alcoholismo,
sin gritos, sin majaderías durante las veinticuatro horas del día. Al
contrario, la cercanía con el departamento de Joe Mulayo desde ya les auguraba
conflictos y bacanales.
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