Sabían muy
bien que su papá solía frecuentar muy seguido a su amigote y emborracharse
allí, además de que junto con el Chino Joe y Rosita siempre o casi siempre
estaba pegado como estampilla Eduardo del Trigal Condé. Al igual que Tony
Medrano lo hacía con los torerillos, este Conde de la Gracia y Duque de la
Obscuridad en ocasiones a los habituales integrantes del círculo original de
borrachines, les llevaba (invitados por él a costa de los demás) a los
delegados de la Asociación Nacional de Actores en los distintos teatros de
revista o cabarets donde ya se presentaban
sus dos hijas adolescentes bajo los nombres artísticos de Amelia
Paraques y Amalia Paraques (apellido, éste, de su padrastro que las metió al
negocio del espectáculo), con lo que más se alargaban las reuniones y más se
animaba el cotarro.
Del Trigal
no tenía empacho en platicar a medio mundo que sus hijas le pasaban dinero cada
que las visitaba en los camerinos de los cabarets o de los teatros, pues
ni joven ni maduro había levantado un
peso con el sudor de su frente y dependía totalmente de la caridad familiar.
Esto y
muchas cosas más pasaron por las mentes de los dos hermanos cuando se bajaron
del Fotingo y junto a la reja negra esperaban que su madre encontrara las
llaves para abrirla y poder entrar. Tras cruzar el jardín y el porche y luego
de que Esperanza abrió también la puerta de madera con aplicaciones de herrería
que daba acceso a la casa, ambas criaturas se fueron corriendo hacia la
escalera de granito y decorada con vistosos mosaicos rectangulares que
encerraban margaritas. Una vez en el piso de arriba, a gritos notificaron a
todos los ahí presentes, incluida su madre, por supuesto, cuál era la recámara
de cada uno de ellos. Por curiosa
coincidencia ninguno escogió la recámara principal, que fue adjudicada ipso
facto a la propietaria del inmueble. Esta habitación estaba sobre el comedor.
Contaba con una enorme ventana que permitía ver la calle, el jardín y una parte
de la techumbre enlosada de la sala, de donde esbelto emergía el ducto blanco
de la chimenea, bellamente rematado con una caperuza de ladrillos rojos.
Pera, nada
tonta, se apropió enseguida de la segunda recámara en importancia, situada en
la parte superior del garaje, y de cuya ventana se veían también la calle, la
puerta de la reja, el camino de baldosas para que el auto entrara a la cochera,
un pedacito del jardín y el porche. Y Toñito…..pues se quedó con la recámara
más sencilla de las tres y cuya ventana sólo permitía ver el patio y estaba a
escasos centímetros del tramo superior de la escalera de caracol que conducía a
la azotea. De inmediato le surgió la idea (que claro está a nadie compartió) de
abrir la ventana, subirse al umbral de la misma, cogerse del dintel o de una
jamba, y extender al máximo un brazo y una pierna para alcanzar la escalera y
así llegar a la azotea.
Así lo
intentó más de una vez, hasta que logró agarrarse fuertemente de los barrotes
del pasamanos de la escalera, pero no así pudo descansar algún pie sobre los
escalones, por lo quedó bailoteando en el vacío, sintiendo que las manos se le
iban resbalando del hierro asido.
-¡Auxilio,
me caigo!, ¡ayúdenme, me voy a matar!, ¡por favorcito ayúdenme!, gritó
desesperado el infante, que veía cómo se iba despidiendo de este mundo sin que
nadie se diera cuenta.
-¡No te
sueltes, no te sueltes!......¡Ahí ‘tá!, ¡Ora sí, ya te pesqué!, fue lo único
que alcanzó a decir Juan, cuando con un salto rapidísimo y audaz de la ventana a la escalera, aseguró a Toñito
al pasarle el brazo izquierdo alrededor de su tronco, mientras que con la mano
derecha y sus dos largas piernas se sujetaba al caracol que parecía venirse
abajo con tanto movimiento brusco. Toda la escalera sonaba y la pared en la que
estaba empotrada absorbía simultáneamente rechinidos y golpeteos que no cesaban
y ponían los pelos de punta a quienes presenciaron la escena: Jerónima y Pera.
-¡Ya verás,
escuincle del caramba!, ¡orita mismo le digo a la señora!, ¡oritita te va a ir
como en feria, canijo escuincle!, una Jerónima espantadísima y empalidecida le
advirtió al mocoso, quien ya al pie de la escalera recibía durísimos
coscorrones y pellizcos de la sirvienta, junto a los manotazos sin ton ni son
que su hermana, igualmente asustada, le propinaba a un ritmo vertiginoso.
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