Toñito había
corrido con suerte, pues cuando con su hermana subió a ver y escoger su
recámara, pisándoles los talones venían detrás de ellos, cargados de maletas y cajas
de cartón pesadas, Juan y Jerónima, las mismas que habían sacado de la cajuela
del Fotingo y por órdenes de Esperanza debían depositarlas en cualquiera de las
habitaciones.
Obviamente
no hubo necesidad de que Jerónima acusara a Toñito, pues Esperanza, Joe y
Rosita, si bien nunca escucharon los llamados de auxilio del niño, sí vieron,
estupefactos, cómo la sirvienta y Pera bajaban como locas del piso superior,
alcanzaban la cocina y salían al patio, donde Juan acababa de parar en el suelo
a Toñito. Todo ocurrió tan rápido, que Esperanza y los Mulayo definitivamente
no entendieron ni digirieron las atropelladas explicaciones sobre lo que había
pasado, por lo que el aprendiz de escalador se volvió a salvar esa mañana, pero
durante una semana completa Jerónima no le dirigió la palabra. Eso le caló muy
duro. Media hora después llegó el camión de mudanza.
A Jerónima le fue muy bien. No sólo “estrenó”
un cuarto amplio con su baño integrado y hasta closet, sino que diario podía
verse con Juan, pues éste consiguió
chamba en una obra que apenas había comenzado en la Calle de Corregidores, muy
cerca de Montañas Rocallosas Oriente y que duraría al menos dieciocho meses.
Los domingos paseaban todo el santo día y de lunes a viernes el albañil se
presentaba por ahí de las siete de la noche y en la reja platicaban o se
besaban y acariciaban (según la oscuridad que hubiera) durante una hora y media
o dos. Desde luego, todos los sábados que “rayaba”, Juan desaparecía en lo
absoluto, pues agarraba la botella con los demás alarifes y hubo domingos en
que se le apareció a Jerónima con un ojo morado o los labios hinchados por
algún golpe recibido y siempre con un ligero sabor a “petróleo”. Claro que muchas
veces los enamorados no podían verse por que había borrachera y escándalos
de Esperanza y sus amistades dentro de la casa y la hidalguense le tenía pavor
a la boca de su patrona, la que un día le gritó enfrente de Juan: ¡No te vayas
a apendejar!, ¡no le vayas a abrir las patas, todos son unos cabrones!
Así pasaban
las semanas y pronto los gringos colindantes, padres e hijos, se dieron
perfecta cuenta de la catadura de la nueva vecina y del martirio a que tenía
sometidos a sus dos hijos. Para Pera era especialmente molesta y penosa la
situación, pues en el camión del Colegio Americano que la recogía y dejaba
todos los días, también se transportaban cuatro o cinco vecinos y los chismes y
murmuraciones (y en ocasiones burlas crueles) no se dejaron esperar. Toñito fue
mucho más afortunado, ya que era el único en toda esa zona que iba al Colegio
del Tepeyac.
Cerca de la
Navidad de 1953, concretamente el sábado
5 de diciembre, día en que murió Jorge Negrete en Los Angeles, Blanca García
Travesí pasó muy de mañana por Esperanza y lo único que oyeron Jerónima, Pera y
Toñito, es que la amiga le dijo que ya era tarde (aunque ni siquiera habían
dado las ocho de la mañana) y que un tal
Fritz las estaba esperando junto con otro que se llamaba Ignatz para
irse a Xochimilco. Al día siguiente, domingo, ocurrió lo mismo, aunque al
revés: Esperanza cargó con sus hijos, recogió en su casa a Blanca y se
enfilaron rumbo a Xochimilco, pasaron el Club España y luego llegaron al
Antares, que era el club de los alemanes. Se bajaron del carro y se dirigieron
hacia el área de mesas que estaban pegadas
a un campo donde puros güeros fornidos y altos jugaban futbol, casi
todos descalzos y con las caras color de jitomate, pues el sol invernal caía a
plomo.
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