viernes, 15 de febrero de 2013

Entrega 80



Al poco rato, muy solícita, Blanca tomó de las manos a los niños y sin pedirles su parecer se los llevó al embarcadero del Club Antares, les puso sus salvavidas y los subió a una pequeña canoa que previamente allí había alquilado. Pera y Toñito se quedaron de a seis, pues no entendían por qué tanta amabilidad de la amiga de su madre y, ¡lo asombroso!, cuando un mesero minutos antes se acercó a los dos niños y a las dos mujeres para preguntarles si querían tomar algo, Esperanza con una decencia jamás mostrada antes, le dijo: “Si no es molestia, cuatro naranjadas por favor”. Alrededor de ellos, todas las mujeres que veían a los hombres correr y gritar como enajenados tras un balón de gajos café, bebían cerveza, oscura, por cierto.
Los niños nunca habían remado, al parecer, ya que la canoa se balanceaba de babor  a estribor  y todo hacía suponer que iba a zozobrar ahí en el canal. Desde luego tampoco avanzaba ni por la proa ni por la popa y era obvia la falta de coordinación que con los remos tenían los hermanos. La verdad es que estaban más interesados en tratar de ver lo que acontecía en la mesa donde se habían quedado Esperanza y Blanca y a la cual se acercaron dos hombres rubios: uno alto y delgado y el otro chaparro y rechoncho y con lentes de armazón color negro. Un minuto después llegó otro güero, ni alto ni chaparro y ni flaco ni gordo,  con un pesado acordeón que estiraba y encogía caprichosamente y pulsaba con su mano derecha rápidamente.
El rechoncho le plantó un beso en la mejilla izquierda a Esperanza, mientras que el alto se besaba en la boca con Blanca, y el del acordeón se reía e imprimía más velocidad en los movimientos del instrumento musical que ejecutaba con destreza. Destacaban en la  mesa los cuatro vasos grandes con naranjada que recién había traído el mesero, a los que unos diez minutos después se añadieron tres tarros cerveceros bien copeteados de espuma color crema que se desparramaba caprichosamente. Las dos mujeres alzaron sus vasos llenos del zumo aguado de tinte  naranja y los hombres igual hicieron con los recipientes llenos del cereal líquido color negro para un primer brindis.
A fuerza de repetir coordinadamente la mecánica de la remada, Pera y Toñito dominaron la canoa y al menos dos horas continuas anduvieron navegando por distintos canales de Xochimilco, observando cómo se reflejaba en el agua limpia un impecable e intenso cielo azul; admirando la hermosura de las chinampas llenas de las flores y frutas de temporada; revisando al detalle las engalanadas trajineras con toda clase de productos y comida para ofrecer a los turistas, o aquellas otras que transportaban a un sonoro mariachi o a un alegre conjunto jarocho. Al tiempo que su piel se refrescaba con una tenue brisa y sus pulmones se alimentaban de un aire más que puro, sentían en sus adentros que respiraban paz y esa paz los acercaba a una visión nueva y distinta sobre su tierra (no la que su madre, los Videgaray e inclusive los Ruiloba les habían inculcado sobre México). Les llegó y les llenó el sabor de su tierra y un gusto por sus costumbres, sobre todo cuando veían la estupefacción que todo ese espectáculo maravilloso de colores y aromas provocaba en los extranjeros, particularmente en los gringos, que no podían evitar poner sus caras de bobos y exclamar su clásico “¡ooooouuuuu…!”, cuando se topaban con las vendedoras que llevaban las flores más variadas o con las trompetas que rasgaban el aire con los más sentidos sones jaliscienses.
Antes de desembarcar, los hermanos pasaron dos veces frente al Antares y tuvieron ante su vista material más que suficiente para elaborar toda suerte de conjeturas y abrigar temores. La primera vez vieron al alemán rechoncho besándose sin inhibición alguna con su madre y ni Blanca ni los otros dos hombres estaban en la mesa con ellos. A la segunda pasada, Blanca y Esperanza los saludaron con sus diestras, sin indicarles que ya se bajaran de la canoa, por lo que le imprimieron toda la velocidad posible  para desaparecer lo antes posible de la vista de su madre. Sin embargo, sin duda alguna notaron que el rostro de Esperanza tenía ya rasgos de embriaguez y la mesa estaba atiborrada de tarros cerveceros, unos llenos, otros vacíos. Los tres alemanes tampoco estaban y Pera y Toñito, como si estuvieran programadamente sintonizados, pensaron lo mismo: Blanca no bebe, los alemanes no están: ¡ya se emborrachó!

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