Al poco
rato, muy solícita, Blanca tomó de las manos a los niños y sin pedirles su
parecer se los llevó al embarcadero del Club Antares, les puso sus salvavidas y
los subió a una pequeña canoa que previamente allí había alquilado. Pera y
Toñito se quedaron de a seis, pues no entendían por qué tanta amabilidad de la
amiga de su madre y, ¡lo asombroso!, cuando un mesero minutos antes se acercó a
los dos niños y a las dos mujeres para preguntarles si querían tomar algo,
Esperanza con una decencia jamás mostrada antes, le dijo: “Si no es molestia,
cuatro naranjadas por favor”. Alrededor de ellos, todas las mujeres que veían a
los hombres correr y gritar como enajenados tras un balón de gajos café, bebían
cerveza, oscura, por cierto.
Los niños
nunca habían remado, al parecer, ya que la canoa se balanceaba de babor a estribor
y todo hacía suponer que iba a zozobrar ahí en el canal. Desde luego
tampoco avanzaba ni por la proa ni por la popa y era obvia la falta de
coordinación que con los remos tenían los hermanos. La verdad es que estaban
más interesados en tratar de ver lo que acontecía en la mesa donde se habían
quedado Esperanza y Blanca y a la cual se acercaron dos hombres rubios: uno
alto y delgado y el otro chaparro y rechoncho y con lentes de armazón color
negro. Un minuto después llegó otro güero, ni alto ni chaparro y ni flaco ni
gordo, con un pesado acordeón que
estiraba y encogía caprichosamente y pulsaba con su mano derecha rápidamente.
El rechoncho
le plantó un beso en la mejilla izquierda a Esperanza, mientras que el alto se
besaba en la boca con Blanca, y el del acordeón se reía e imprimía más velocidad
en los movimientos del instrumento musical que ejecutaba con destreza.
Destacaban en la mesa los cuatro vasos
grandes con naranjada que recién había traído el mesero, a los que unos diez
minutos después se añadieron tres tarros cerveceros bien copeteados de espuma
color crema que se desparramaba caprichosamente. Las dos mujeres alzaron sus
vasos llenos del zumo aguado de tinte
naranja y los hombres igual hicieron con los recipientes llenos del
cereal líquido color negro para un primer brindis.
A fuerza de
repetir coordinadamente la mecánica de la remada, Pera y Toñito dominaron la
canoa y al menos dos horas continuas anduvieron navegando por distintos canales
de Xochimilco, observando cómo se reflejaba en el agua limpia un impecable e
intenso cielo azul; admirando la hermosura de las chinampas llenas de las
flores y frutas de temporada; revisando al detalle las engalanadas trajineras
con toda clase de productos y comida para ofrecer a los turistas, o aquellas
otras que transportaban a un sonoro mariachi o a un alegre conjunto jarocho. Al
tiempo que su piel se refrescaba con una tenue brisa y sus pulmones se
alimentaban de un aire más que puro, sentían en sus adentros que respiraban paz
y esa paz los acercaba a una visión nueva y distinta sobre su tierra (no la que
su madre, los Videgaray e inclusive los Ruiloba les habían inculcado sobre
México). Les llegó y les llenó el sabor de su tierra y un gusto por sus
costumbres, sobre todo cuando veían la estupefacción que todo ese espectáculo
maravilloso de colores y aromas provocaba en los extranjeros, particularmente
en los gringos, que no podían evitar poner sus caras de bobos y exclamar su
clásico “¡ooooouuuuu…!”, cuando se topaban con las vendedoras que llevaban las
flores más variadas o con las trompetas que rasgaban el aire con los más
sentidos sones jaliscienses.
Antes de
desembarcar, los hermanos pasaron dos veces frente al Antares y tuvieron ante
su vista material más que suficiente para elaborar toda suerte de conjeturas y
abrigar temores. La primera vez vieron al alemán rechoncho besándose sin
inhibición alguna con su madre y ni Blanca ni los otros dos hombres estaban en
la mesa con ellos. A la segunda pasada, Blanca y Esperanza los saludaron con
sus diestras, sin indicarles que ya se bajaran de la canoa, por lo que le
imprimieron toda la velocidad posible
para desaparecer lo antes posible de la vista de su madre. Sin embargo,
sin duda alguna notaron que el rostro de Esperanza tenía ya rasgos de
embriaguez y la mesa estaba atiborrada de tarros cerveceros, unos llenos, otros
vacíos. Los tres alemanes tampoco estaban y Pera y Toñito, como si estuvieran
programadamente sintonizados, pensaron lo mismo: Blanca no bebe, los alemanes
no están: ¡ya se emborrachó!
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