martes, 19 de febrero de 2013

Entrega 84




CAPITULO 8

Antonio Ruiloba pasó caminando justo enfrente de la casa de Esperanza, cargando en la mano izquierda una gran bolsa de estraza que claramente mostraba una botella de Bacardí blanco, algunas botellas de Coca-Cola y botanas. Se había bajado del camión en Reforma, cruzado Virreyes y Cárpatos, para luego torcer a la izquierda por Mayorga y llegar al departamento de los Mulayo. Abajo, donde terminaba Montañas Rocallosas, en la mera esquina con Corregidores, paralela de Mayorga, Toñito montaba su bicicleta, la misma que había estrenado a principios de febrero de 1954, casi un mes después de su cumpleaños número 8 y unos cuantos días después de que inició el ciclo escolar.
O el padre no vio a su hijo desde la cima de esa cuadra o de plano no quiso saber nada de él, pues siguió descendiendo por la pendiente de la  banqueta sin siquiera voltear a su derecha y llamarlo o cruzar la calle para saludarlo. Pero Toñito lo vio perfectamente bien desde abajo, en la esquina donde estaba, e inició el rápido ascenso por la banqueta contraria, con la cabeza totalmente agachada y la vista clavada sobre el manubrio y llanta delantera de la bicicleta. El sí no lo quería saludar, le seguía teniendo pena y las poquísimas veces que había estado frente a su padre  se dirigía a él de manera impersonal, tal como lo hacía con Esperanza. ¡Qué diferencia de la confianza, el gusto y el cariño con que le hablaba a sus titos Carlos y Lupita!
El lenguaje era la primera barrera que el niño ponía ante dos adultos que irresponsablemente lo habían engendrado, y que lo habían hecho y lo seguían haciendo sentirse infeliz y solitario en el mundo. Ese 1954 tuvo que repetir el primer año de primaria en el Colegio del Tepeyac,  previa asunción de los gritos, insultos y golpes en público que su madre le propinó cuando se enteró el 17 de noviembre del año anterior, día en  que la escuela entregó las boletas de fin de año,  que su hijo apareció reprobado. En borrachera mucho muy posterior a ese infortunado 17 de noviembre de 1953, fue tal el remordimiento que le brincó a Esperanza por su reacción violenta ante los condiscípulos y maestros de Toñito, que todavía con la “cruda” encima corrió a primera hora del siguiente día a comprarle la bicicleta más cara de la Juguetería Ara.
Su primer año de primaria en el Tepeyac fue un martirio y un fracaso. No pocas veces lo expulsaron del salón de clases por falta de atención. Cuando ocurría eso, los alumnos eran colocados de rodillas o de pie en el corredor de la escuela por donde cada determinado lapso de tiempo pasaba el director, el padre Plácido Reitmeir, gringote como de dos metros de altura, bien ponchado y armado de una ancha y larga regla café de neolite que guardaba en la bolsa trasera del pantalón y que con toda fuerza aplicaba sobre las palmas de las temblorosas manos de los alumnos castigados. Si  algún niño por el miedo, voluntaria o involuntariamente retiraba la mano y el sacerdote en consecuencia se golpeaba la pierna, el castigo del menor se incrementaba: cinco reglazos en vez de uno.
La tercera expulsión de Toñito al “corredor del terror” coincidió con el rumor de que el padre Plácido ese día no había venido a la escuela porque tenía gripe. Toñito y otros dos escolapios que esperaban la dolorosa y ardorosa represión estaban felices de la vida, pues creyeron que se habían salvado, cuando de pronto empezaron a escuchar el inconfundible, escalofriante  sonido de una neolite sobre la palma de una mano: del fondo de ese oscuro y extenso corredor empezó a emerger una figura que se volvía más y más grosísima conforme sus pasos sonaban cada vez más y más, hasta que a veinte centímetros de distancia pudieron apreciar, cuan  monstruoso era, en verdad, nada menos y nada más que al padre Burton, sustituto esa vez del verdugo Plácido. La disciplina benedictina del “ora et labora” la llevaban los curas a su máxima expresión mediante el castigo físico. Y cuando no estaban ni Plácido ni Burton, tocaba el turno al padre Erwin, otro gringo atlético (al que se le iban los ojos por la guapísima miss Ofelia, maestra de inglés de Toñito), o al mexicano Hildebrando, chaparrito y medio cegatón, quien era el prefecto de primaria y también sabía pegar con todas las de la ley.

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