CAPITULO 8
Antonio
Ruiloba pasó caminando justo enfrente de la casa de Esperanza, cargando en la
mano izquierda una gran bolsa de estraza que claramente mostraba una botella de
Bacardí blanco, algunas botellas de Coca-Cola y botanas. Se había bajado del
camión en Reforma, cruzado Virreyes y Cárpatos, para luego torcer a la
izquierda por Mayorga y llegar al departamento de los Mulayo. Abajo, donde
terminaba Montañas Rocallosas, en la mera esquina con Corregidores, paralela de
Mayorga, Toñito montaba su bicicleta, la misma que había estrenado a principios
de febrero de 1954, casi un mes después de su cumpleaños número 8 y unos
cuantos días después de que inició el ciclo escolar.
O el padre
no vio a su hijo desde la cima de esa cuadra o de plano no quiso saber nada de
él, pues siguió descendiendo por la pendiente de la banqueta sin siquiera voltear a su derecha y
llamarlo o cruzar la calle para saludarlo. Pero Toñito lo vio perfectamente
bien desde abajo, en la esquina donde estaba, e inició el rápido ascenso por la
banqueta contraria, con la cabeza totalmente agachada y la vista clavada sobre
el manubrio y llanta delantera de la bicicleta. El sí no lo quería saludar, le
seguía teniendo pena y las poquísimas veces que había estado frente a su
padre se dirigía a él de manera
impersonal, tal como lo hacía con Esperanza. ¡Qué diferencia de la confianza,
el gusto y el cariño con que le hablaba a sus titos Carlos y Lupita!
El lenguaje
era la primera barrera que el niño ponía ante dos adultos que
irresponsablemente lo habían engendrado, y que lo habían hecho y lo seguían
haciendo sentirse infeliz y solitario en el mundo. Ese 1954 tuvo que repetir el
primer año de primaria en el Colegio del Tepeyac, previa asunción de los gritos, insultos y
golpes en público que su madre le propinó cuando se enteró el 17 de noviembre
del año anterior, día en que la escuela
entregó las boletas de fin de año, que
su hijo apareció reprobado. En borrachera mucho muy posterior a ese infortunado
17 de noviembre de 1953, fue tal el remordimiento que le brincó a Esperanza por
su reacción violenta ante los condiscípulos y maestros de Toñito, que todavía
con la “cruda” encima corrió a primera hora del siguiente día a comprarle la
bicicleta más cara de la Juguetería Ara.
Su primer
año de primaria en el Tepeyac fue un martirio y un fracaso. No pocas veces lo
expulsaron del salón de clases por falta de atención. Cuando ocurría eso, los
alumnos eran colocados de rodillas o de pie en el corredor de la escuela por
donde cada determinado lapso de tiempo pasaba el director, el padre Plácido
Reitmeir, gringote como de dos metros de altura, bien ponchado y armado de una
ancha y larga regla café de neolite que guardaba en la bolsa trasera del
pantalón y que con toda fuerza aplicaba sobre las palmas de las temblorosas
manos de los alumnos castigados. Si
algún niño por el miedo, voluntaria o involuntariamente retiraba la mano
y el sacerdote en consecuencia se golpeaba la pierna, el castigo del menor se
incrementaba: cinco reglazos en vez de uno.
La tercera
expulsión de Toñito al “corredor del terror” coincidió con el rumor de que el
padre Plácido ese día no había venido a la escuela porque tenía gripe. Toñito y
otros dos escolapios que esperaban la dolorosa y ardorosa represión estaban
felices de la vida, pues creyeron que se habían salvado, cuando de pronto
empezaron a escuchar el inconfundible, escalofriante sonido de una neolite sobre la palma de una
mano: del fondo de ese oscuro y extenso corredor empezó a emerger una figura
que se volvía más y más grosísima conforme sus pasos sonaban cada vez más y
más, hasta que a veinte centímetros de distancia pudieron apreciar, cuan monstruoso era, en verdad, nada menos y nada
más que al padre Burton, sustituto esa vez del verdugo Plácido. La disciplina
benedictina del “ora et labora” la llevaban los curas a su máxima expresión mediante
el castigo físico. Y cuando no estaban ni Plácido ni Burton, tocaba el turno al
padre Erwin, otro gringo atlético (al que se le iban los ojos por la guapísima
miss Ofelia, maestra de inglés de Toñito), o al mexicano Hildebrando,
chaparrito y medio cegatón, quien era el prefecto de primaria y también sabía
pegar con todas las de la ley.
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