miércoles, 20 de febrero de 2013

Entrega 85



El nieto de Esperanza Salas las pasaba en verdad muy duras. A las cinco de la mañana lo levantaban a insultos, gritos y golpes en la cabeza; a las seis ya estaba en la esquina esperando el camión, que recogía a cincuenta niños en un trayecto que empezaba en lo más retirado de las Lomas de Chapultepec y terminaba a diez cuadras de la Basílica de Guadalupe, llegando a la escuela hasta las ocho. De entrada, no dormía lo suficiente para descansar. Las frecuentes y prolongadas borracheras que duraban a veces hasta las dos o más de la mañana, provocaban que durante las primeras horas de clase no estuviera totalmente consciente para aprehender los conceptos que los profesores emitían. Luego, dentro de la clase, se fugaba de la realidad, soñaba despierto, imaginaba que como sus amiguitos de la escuela tenía un  padre y una madre amorosos. Envidiaba cuando se transportaba en el camión del colegio cómo en las mañanas salían las madres a despedir a sus hijos, cómo los besaban y les impartían la bendición o, por la tarde, cómo los recibían con gusto y les hacían la consabida, sincera pregunta: “¿cómo te fue mi amor, qué hiciste hoy en la escuela?”.
Su reloj biológico se lo habían trastocado inmisericordemente. Todas las jornadas matutinas andaba somnoliento, atontado, muchas veces con dolor de cabeza. Después de la comida, pasadas las dos de la tarde “despertaba”, se sentía bien, entendía todo, hasta que terminaban las clases a las cuatro. Pero entonces, más maldecía su suerte. Se fijaba cómo los demás niños venían bien vestidos, normalmente vestidos (muchas veces lo mandaba su madre, en lugar de con calcetines y zapatos, con medias de lana hasta las rodillas y calzando sandalias, volviéndose así el hazmerreir de todos). Veía cómo el grueso de los de su salón traían sus cajas de lápices de colores (“Prismacolor”) con veinticinco o hasta cincuenta tonalidades distintas, y el sólo con su cajita de seis. En mil detalles se fijaba, observaba lo que los demás jamás pensarían observar. Y en consecuencia anhelaba lo que para todos resultaba rutinario, en ocasiones hasta chocante.
Al bajar del camión de la escuela, su corazón se agitaba conforme avanzaba hacia la casa, pues ignoraba con qué se iba a encontrar. Invariablemente, el primer indicador lo tenía en el olor del tabaco: si llegaba o no a la esquina de Rocallosas y Cárpatos, donde descendía a las seis de la tarde (luego de dos horas de viaje desde Lindavista) del camión número siete del colegio. Si llegaba, es que había borrachera. Si no llegaba, es que su madre no estaba en la casa, o no se había emborrachado sola o con invitados o, si lo había hecho, llevaba ya rato durmiendo “la mona”.
Desde luego, y para los efectos escolares, en caso de haber sesión alcohólica (sea que fuera de “buró” o colectiva), era imposible que se concentrara para hacer bien la tarea o estudiar debidamente, amén de que, lo más seguro, es que fuera obligado, junto con su hermanita, a estar presentes en la libación. Cuando caía la noche, con los gritos y el tocadiscos al máximo volumen, y el tufo de tabaco y alcohol, sencillamente le era imposible conciliar el sueño. Y a  ello en ocasiones, cuando había hombre en la casa, se añadía lo más grave de todo, “la cereza del pastel”: la angustiante espera, la zozobra, la duda de si por la madrugada habría o no golpizas, o para él, o para Pera, o para la madre alcoholizada.
En su segunda vez en el primer año de primaria, las cosas no pintaron de manera distinta, salvo para empeorar: cuando no estaba emborrachándose con Esperanza, Ignatz Krogman le “revisaba” la tarea y bajo la amenaza de pegarle, lo obligaba a repetir ejercicios tres y hasta cuatro veces. Ahí pescó Toñito un odio infinito a la aritmética, a los números. Y también por ello mismo se refugió en la lectura, que era su tubo de escape, su catarsis, su refugio más a la mano, su vehículo para transportarse a otro mundo: se leía de cabo a rabo los libros de aventuras de Salgari o los libros de historia de Pera o los que tuviera Esperanza (en inglés o español); se leía el periódico desde la primera plana hasta la sección de sociales, la revista Life en inglés, el Selecciones del Reader’s Digest en ambas lenguas; sin faltarle, claro está, los cuentos “Vidas Ejemplares” y “Vidas Ilustres” que semanalmente en el supermercado le compraban su madre, Pera o Jerónima.

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