El nieto de
Esperanza Salas las pasaba en verdad muy duras. A las cinco de la mañana lo
levantaban a insultos, gritos y golpes en la cabeza; a las seis ya estaba en la
esquina esperando el camión, que recogía a cincuenta niños en un trayecto que
empezaba en lo más retirado de las Lomas de Chapultepec y terminaba a diez
cuadras de la Basílica de Guadalupe, llegando a la escuela hasta las ocho. De
entrada, no dormía lo suficiente para descansar. Las frecuentes y prolongadas
borracheras que duraban a veces hasta las dos o más de la mañana, provocaban
que durante las primeras horas de clase no estuviera totalmente consciente para
aprehender los conceptos que los profesores emitían. Luego, dentro de la clase,
se fugaba de la realidad, soñaba despierto, imaginaba que como sus amiguitos de
la escuela tenía un padre y una madre
amorosos. Envidiaba cuando se transportaba en el camión del colegio cómo en las
mañanas salían las madres a despedir a sus hijos, cómo los besaban y les
impartían la bendición o, por la tarde, cómo los recibían con gusto y les
hacían la consabida, sincera pregunta: “¿cómo te fue mi amor, qué hiciste hoy
en la escuela?”.
Su reloj
biológico se lo habían trastocado inmisericordemente. Todas las jornadas
matutinas andaba somnoliento, atontado, muchas veces con dolor de cabeza.
Después de la comida, pasadas las dos de la tarde “despertaba”, se sentía bien,
entendía todo, hasta que terminaban las clases a las cuatro. Pero entonces, más
maldecía su suerte. Se fijaba cómo los demás niños venían bien vestidos,
normalmente vestidos (muchas veces lo mandaba su madre, en lugar de con
calcetines y zapatos, con medias de lana hasta las rodillas y calzando
sandalias, volviéndose así el hazmerreir de todos). Veía cómo el grueso de los
de su salón traían sus cajas de lápices de colores (“Prismacolor”) con
veinticinco o hasta cincuenta tonalidades distintas, y el sólo con su cajita de
seis. En mil detalles se fijaba, observaba lo que los demás jamás pensarían observar.
Y en consecuencia anhelaba lo que para todos resultaba rutinario, en ocasiones
hasta chocante.
Al bajar del
camión de la escuela, su corazón se agitaba conforme avanzaba hacia la casa,
pues ignoraba con qué se iba a encontrar. Invariablemente, el primer indicador
lo tenía en el olor del tabaco: si llegaba o no a la esquina de Rocallosas y
Cárpatos, donde descendía a las seis de la tarde (luego de dos horas de viaje
desde Lindavista) del camión número siete del colegio. Si llegaba, es que había
borrachera. Si no llegaba, es que su madre no estaba en la casa, o no se había
emborrachado sola o con invitados o, si lo había hecho, llevaba ya rato
durmiendo “la mona”.
Desde luego,
y para los efectos escolares, en caso de haber sesión alcohólica (sea que fuera
de “buró” o colectiva), era imposible que se concentrara para hacer bien la
tarea o estudiar debidamente, amén de que, lo más seguro, es que fuera
obligado, junto con su hermanita, a estar presentes en la libación. Cuando caía
la noche, con los gritos y el tocadiscos al máximo volumen, y el tufo de tabaco
y alcohol, sencillamente le era imposible conciliar el sueño. Y a ello en ocasiones, cuando había hombre en la
casa, se añadía lo más grave de todo, “la cereza del pastel”: la angustiante
espera, la zozobra, la duda de si por la madrugada habría o no golpizas, o para
él, o para Pera, o para la madre alcoholizada.
En su
segunda vez en el primer año de primaria, las cosas no pintaron de manera
distinta, salvo para empeorar: cuando no estaba emborrachándose con Esperanza,
Ignatz Krogman le “revisaba” la tarea y bajo la amenaza de pegarle, lo obligaba
a repetir ejercicios tres y hasta cuatro veces. Ahí pescó Toñito un odio
infinito a la aritmética, a los números. Y también por ello mismo se refugió en
la lectura, que era su tubo de escape, su catarsis, su refugio más a la mano,
su vehículo para transportarse a otro mundo: se leía de cabo a rabo los libros
de aventuras de Salgari o los libros de historia de Pera o los que tuviera
Esperanza (en inglés o español); se leía el periódico desde la primera plana
hasta la sección de sociales, la revista Life en inglés, el Selecciones del
Reader’s Digest en ambas lenguas; sin faltarle, claro está, los cuentos “Vidas
Ejemplares” y “Vidas Ilustres” que semanalmente en el supermercado le compraban
su madre, Pera o Jerónima.
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