Un domingo
muy temprano, pues Jerónima todavía ni siquiera había salido de la casa para
iniciar su asueto semanal, se escucharon tres golpes fuertes en la reja y un
segundo después empezó a sonar el timbre durante unos diez o doce segundos.
Adormilada, sin todavía tener cabal conciencia, Pera corrió las cortinas de la
ventana de su recámara para ver quién tocaba de esa manera tan vehemente.
Krogman y Esperanza (quienes aún a las tres de la mañana habían brindado por el
cumpleaños 42 de la beoda) andarían en el quinto sueño y ni los ladridos de
Heidi, la cachorrita pastor alemán que llevaba unos ocho días en Montañas
Rocallosas, lograron despertar a Toñito, a pesar de que los dos compartían no
sólo la habitación, sino inclusive el lecho.
Sorprendida,
la niña se talló los ojos, abrió la ventana y entonó la voz de tal manera que,
sin ser un grito, resultara audible hasta la reja de la calle:
-¡Ahí vamos,
espérate!, ¡ya te oímos!
Lo más
rápido que pudo se puso el camisón, corrió al cuarto de su hermano, que estaba
exactamente frente al de ella, y lo empezó a mover para que se despertara, al
tiempo que le decía con voz firme, pero baja:
-¡Despiértate!,
¡pícale!, ¡ahí está mi papá abajo y viene bien pedo!, ¡a ver si no hay relajo!,
¡apúrate, tenemos que bajar ya!
Con perra y
todo, los niños salieron volados del cuarto, subieron los tres escalones del
desnivel, cruzaron el hall de distribución del segundo piso, de puntillas
pasaron frente a la recámara de Esperanza y bajaron la escalera de piedra como
almas que lleva el diablo. Con sumo cuidado abrieron la puerta de entrada a la
casa, de dos brincos dejaron atrás el porche y sintieron el césped húmedo por
el rocío de la madrugada, quitaron candado y cadena y empujaron una hoja de la
reja.
Sin saber
qué decirle, pues no se habían repuesto del impacto que su aparición inesperada
y tan de mañana les causó, los chiquillos bajaron de la banqueta, rodearon el
cofre del Mercury, mientras Antonio Ruiloba les abría la pesada puerta derecha
delantera para que entraran al auto. El, sentado en el lugar del conductor,
hedía a alcohol y sudor. La barba crecida de uno o dos días les picó y raspó
cuando después de gritarle a Pera que era su padre y que se acercara a
abrazarlo, les ordenó a ambos que le dieran un beso en la mejilla derecha. Pera
lo hizo sin poder ocultar su coraje y su repugnancia, mientras que Toñito
obedeció con miedo y, como de costumbre, con muchísima pena. No sólo olía mal
Ruiloba, no sólo transpiraba licor por todos y cada uno de los poros de su
cuerpo, igualmente mostraba descuido en
el vestir y falta de aseo: la hebilla
del cinturón la tenía totalmente corrida hacia la izquierda, los botones no
coincidían con los ojales de la arrugada camisa blanca con cuello negro de
mugre, y en la comisura de los labios se veían los partículas amarillas de un
huevo cocido que no ingirió correctamente.
Sus hijos
mitad dirigían la mirada a él y mitad hacia la verja de la casa, temerosos de
que en cualquier momento se presentara su madre o, lo que sería peor, Krogman.
De la pobre Heidi ni se acordaban y acaso alcanzaban a descubrir que Jerónima,
atónita, espiaba toda la escena mal escondida tras una columna del porche.
-Hoy es
trece de junio, día de San Antonio de Padua…es mi santo…Toñito, es nuestro
santo…es el santo de mi padre, que es tu abuelo, y es el santo de mi abuelo,
que es tu bisabuelo, con la lengua enredada le explicaba el ebrio al sobrio.
-Sí, apenas
se escuchó que el niño asintió.
-Bueno, me
voy….pórtense bien, por último les dijo Ruiloba a sus dos hijos. Estos
volvieron a besarlo y descendieron del carro, dándole la vuelta por detrás, por
la cajuela, e ingresando a la casa sin voltear a ver a su progenitor.
La ignición
del motor y un fuerte acelerón les indicó la partida.
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