domingo, 24 de febrero de 2013

Entrega 89



Un domingo muy temprano, pues Jerónima todavía ni siquiera había salido de la casa para iniciar su asueto semanal, se escucharon tres golpes fuertes en la reja y un segundo después empezó a sonar el timbre durante unos diez o doce segundos. Adormilada, sin todavía tener cabal conciencia, Pera corrió las cortinas de la ventana de su recámara para ver quién tocaba de esa manera tan vehemente. Krogman y Esperanza (quienes aún a las tres de la mañana habían brindado por el cumpleaños 42 de la beoda) andarían en el quinto sueño y ni los ladridos de Heidi, la cachorrita pastor alemán que llevaba unos ocho días en Montañas Rocallosas, lograron despertar a Toñito, a pesar de que los dos compartían no sólo la habitación, sino inclusive el lecho.
Sorprendida, la niña se talló los ojos, abrió la ventana y entonó la voz de tal manera que, sin ser un grito, resultara audible hasta la reja de la calle:
-¡Ahí vamos, espérate!, ¡ya te oímos!
Lo más rápido que pudo se puso el camisón, corrió al cuarto de su hermano, que estaba exactamente frente al de ella, y lo empezó a mover para que se despertara, al tiempo que le decía con voz firme, pero baja:
-¡Despiértate!, ¡pícale!, ¡ahí está mi papá abajo y viene bien pedo!, ¡a ver si no hay relajo!, ¡apúrate, tenemos que bajar ya!
Con perra y todo, los niños salieron volados del cuarto, subieron los tres escalones del desnivel, cruzaron el hall de distribución del segundo piso, de puntillas pasaron frente a la recámara de Esperanza y bajaron la escalera de piedra como almas que lleva el diablo. Con sumo cuidado abrieron la puerta de entrada a la casa, de dos brincos dejaron atrás el porche y sintieron el césped húmedo por el rocío de la madrugada, quitaron candado y cadena y empujaron una hoja de la reja.
Sin saber qué decirle, pues no se habían repuesto del impacto que su aparición inesperada y tan de mañana les causó, los chiquillos bajaron de la banqueta, rodearon el cofre del Mercury, mientras Antonio Ruiloba les abría la pesada puerta derecha delantera para que entraran al auto. El, sentado en el lugar del conductor, hedía a alcohol y sudor. La barba crecida de uno o dos días les picó y raspó cuando después de gritarle a Pera que era su padre y que se acercara a abrazarlo, les ordenó a ambos que le dieran un beso en la mejilla derecha. Pera lo hizo sin poder ocultar su coraje y su repugnancia, mientras que Toñito obedeció con miedo y, como de costumbre, con muchísima pena. No sólo olía mal Ruiloba, no sólo transpiraba licor por todos y cada uno de los poros de su cuerpo, igualmente mostraba  descuido en el vestir y  falta de aseo: la hebilla del cinturón la tenía totalmente corrida hacia la izquierda, los botones no coincidían con los ojales de la arrugada camisa blanca con cuello negro de mugre, y en la comisura de los labios se veían los partículas amarillas de un huevo cocido que no ingirió correctamente.
Sus hijos mitad dirigían la mirada a él y mitad hacia la verja de la casa, temerosos de que en cualquier momento se presentara su madre o, lo que sería peor, Krogman. De la pobre Heidi ni se acordaban y acaso alcanzaban a descubrir que Jerónima, atónita, espiaba toda la escena mal escondida tras una columna del porche.
-Hoy es trece de junio, día de San Antonio de Padua…es mi santo…Toñito, es nuestro santo…es el santo de mi padre, que es tu abuelo, y es el santo de mi abuelo, que es tu bisabuelo, con la lengua enredada le explicaba el ebrio al sobrio.
-Sí, apenas se escuchó que el niño asintió.
-Bueno, me voy….pórtense bien, por último les dijo Ruiloba a sus dos hijos. Estos volvieron a besarlo y descendieron del carro, dándole la vuelta por detrás, por la cajuela, e ingresando a la casa sin voltear a ver a su progenitor.
La ignición del motor y un fuerte acelerón les indicó la partida.

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