lunes, 25 de febrero de 2013

Entrega 90



-¡Híjole!, yo pensé que se iba a armar el Rosario de Amozoc….lo bueno es que la señora no se ha despertado ni tampoco la ingle…están bien dormidotes. Bueno, ya me voy, el Juan ya me ha de estar esperando en Reforma. Nos vemos en la noche niños…la canija perrita se zurró otra vez en el comedor, ya verán la que se va a armar cuando la señora se dé cuenta, Jerónima les echó en cara como despedida y dándoles a entender que ella no iba a limpiar las cochinadas del pobre animalito al que desde el primer día le hizo mala cara.
-¡Fúchila!, ¿otra vez hígado?, al unísono protestaron Pera y Toñito. Y cuando todo mundo esperaba una sonora mentada de madre de Esperanza como reacción ante la protesta infantil por el desagradable alimento, sonó el teléfono, y el recado  que a las dos y media de la tarde de ese jueves 17 de junio de 1954 les dio una lívida Jerónima, luego de alzar la bocina y escuchar la voz para ella desconocida de Alfredo Videgaray Salas, dejó helados, petrificados, confundidos a los ahí presentes: Esperanza, Krogman, Pera y Toñito:
-¡Ay diosito santo!....¡Que el señor don Antonio apareció muerto en su casa!, que le habla su hermano de usted, señora…..Dice que es el señor Alfredo.
La primero divorciada (por lo civil) y desde quién sabe cuántas horas atrás viuda sin saberlo (el matrimonio católico es indisoluble), se levantó de la mesa del desayunador, caminó vacilante hacia el teléfono negro que descansaba dentro de un nicho empotrado en la pared frente a la escalera que descendía al sótano, se colocó el auricular en el oído derecho y escuchó durante tres o cuatro minutos. Jamás abrió la boca. Sólo escuchó a su hermano y lentamente después colgó la bocina. Regresó al desayunador, se sentó frente a su plato que contenía hígado con papas y cuando iba a tomar el cuchillo y el tenedor, empezó a sollozar, se limpió las lágrimas de los ojos con ambas manos y se levantó y corrió hacia las escaleras.
Medio minuto más tarde se oyó que cerraba la puerta de su recámara con suavidad y se soltaba llorando como magdalena desconsolada. Abajo, estupefactos, sin mediar palabra alguna, Krogman, Pera y Toñito continuaron en el desayunador: el alemán, tragando como oso recién salido de una dieta involuntaria; Toñito, refunfuñando en sus adentros por el hígado que sabía y apestaba a rayos; y Pera, con la mirada perdida,  pensando en su padre, al que mucho quería, tal vez recordando cómo le construía con yeso maquetas de ciudades para jugar, o cómo la llevaba toda arregladita y bien perfumadita de paseo a distintos lados o, tal vez, también, cómo llegaba en las madrugadas cayéndose de borracho al pequeño departamento de la callecita de Cadereyta.
En la cocina, igualmente callada, sentada en una silla junto a la mesa de granito y secándose de vez en vez con su delantal gris las perlas de agua que llegaban a brotar de sus enrojecidos ojos, Jerónima no dejaba de interrogarse si habrían matado y cómo habrían matado a su fugaz o fantasmagórico patrón, cuánto habría sufrido, quiénes y por qué lo habrían asesinado, qué iba a ser ahora de los niños.
-¡No quiero comer!, ¡no tengo hambre!, ¡me voy a mi cuarto!, gritó a todos y a nadie Pera, y abandonó el desayunador.
El alemán comía.
Y Toñito pensaba: “Pero qué lista ésta, ahora resulta que se le fue el hambre y  va a dejar el mugre hígado, y yo de güey sí me lo tengo que acabar….Yo le voy a hacer igual que ella”. Y en efecto:
-¡Yo tampoco tengo ganas de comer! ¡Me voy a mi cuarto!........Pegó: se fue a su cuarto. Y no fue esa la primera vez que Ignatz, satisfecho, se engulló uno tras otro los platos despreciados por Pera y Toñito, más el que primero había dejado Esperanza.
Contra lo que cualquiera pudiera imaginarse, desde el aviso de Alfredo a su hermana, hacia las dos y media de la tarde, durante todo el resto del día ni una sola llamada más se recibió en Montañas Rocallosas. Y sólo una vez, también contra lo que cualquiera pudiera suponer, del 206612 salió un  telefonazo hasta el momento en que todos se fueron a dormir: fue Toñito, a las tres en punto de la tarde, el que por órdenes de Esperanza habló,  luego de dos años y tres días de separación, con su amadísimo tío Carlos. Su propia madre le marcó el número telefónico de la casa de los tíos y al niño se le salía el corazón del pecho con cada latido y le temblaban las piernas por los nervios y la emoción del reencuentro, aunque fuera meramente virtual.

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