El par de
gringos se emborrachaba con Esperanza y Krogman todo el fin de semana, hasta el domingo inclusive.
Tempranito el lunes, después de bañarse, rasurarse, atildarse muy bien y
desayunar los picantes huevos rancheros que la sirvienta le preparaba
especialmente, Dunkley se iba al periódico por su orden de trabajo del día,
como si nada, verdaderamente cual fresca lechuga, sin cruda alguna y mucho
menos sin remordimiento de haber golpeado en la noche a su mujer por pretender
negarse a tener relaciones sexuales con él. Mientras que la pobre Marge
amanecía o con los labios partidos o con tremendos verdugones en cualquier parte de la cara o con un ojo
bien cerrado.
Los fines de
semana en que iban, ocurría exactamente lo mismo: cuando ya bien cuetes se
retiraban a dormir, Dunkley se le montaba a Marge, ésta lo tiraba, él entonces
la golpeaba, ella pedía a gritos auxilio a Esperanza y así era el cuento de
nunca acabar, hasta que la fuerza bruta se imponía y el resto de la noche, o
hasta que amanecía, los sollozos de Marge llenaban la parte superior de la
casa.
Ni Esperanza
ni Krogman, por más tomados que estuvieran, hablaban o mucho menos hacían algo
en defensa de Marge. Por un lado, era un problema de ellos y sólo de ellos y,
por el otro, Joseph Dunkley era literalmente un búfalo enardecido que con la
sola mirada espantaba a cualquiera. Eso sí, cuando Dunkley abandonaba Montañas
Rocallosas para irse a trabajar, Esperanza, Pera o Jerónima de inmediato le
subían a Marge de la cocina un par de bisteces crudos que se colocaba sobre el
ojo o los ojos amoratados (según le
hubiera ido en la golpiza), “remedio” éste infalible para desinflamar y borrar todo vestigio de daño.
Sanarse con
bisteces crudos los ojos cerrados y morados por
golpes a mano abierta o con el puño cerrado, era un “remedio” que a Esperanza se lo había
recomendado Francisca, la hija de doña Licha, quien a veces llegaba hasta
Montañas Rocallosas con tres o cuatro de sus hijos más chicos, para esconderse
de “su señor”, un comprador de ropa usada prieto y gordinflón, de aspecto
repugnante, que la golpeaba cuando se le antojaba hasta llegarla a privar y el
que ya le había hecho siete criaturas. A Esperanza le caía muy bien Francisca,
pues la había conocido desde que era una niñita (muy bonita, por cierto) y
también porque siempre le daba las gracias, aunque no los pusiera en práctica,
cuando la patrona de su mamá se ponía a repetirle sus tres consejos clásicos:
“¡córtale la verga!, ¡no te abras de patas!, ¡amárrate las trompas!”
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