viernes, 22 de febrero de 2013

Entrega 87

Y Marge Dunkley, quien siempre trató de proteger, por la lástima que le causaban, a Pera y Toñito, fue la última gringa del grupo que abandonó el país, justo al mes de que lo hicieran los Young. Para ello, medió tremenda felpa que su marido le puso ni más ni menos que en Montañas Rocallosas también, en la recámara de Pera. A veces llegaba allí el matrimonio desde el viernes por la noche, Pera se iba a dormir con su hermano y los Dunkley ocupaban su recámara, como otras veces lo hacían los Young y hasta el propio Medrano con Herta, pues no había cuarto para visitas.
El par de gringos se emborrachaba con Esperanza y Krogman todo  el fin de semana, hasta el domingo inclusive. Tempranito el lunes, después de bañarse, rasurarse, atildarse muy bien y desayunar los picantes huevos rancheros que la sirvienta le preparaba especialmente, Dunkley se iba al periódico por su orden de trabajo del día, como si nada, verdaderamente cual fresca lechuga, sin cruda alguna y mucho menos sin remordimiento de haber golpeado en la noche a su mujer por pretender negarse a tener relaciones sexuales con él. Mientras que la pobre Marge amanecía o con los labios partidos o con tremendos verdugones  en cualquier parte de la cara o con un ojo bien cerrado.
Los fines de semana en que iban, ocurría exactamente lo mismo: cuando ya bien cuetes se retiraban a dormir, Dunkley se le montaba a Marge, ésta lo tiraba, él entonces la golpeaba, ella pedía a gritos auxilio a Esperanza y así era el cuento de nunca acabar, hasta que la fuerza bruta se imponía y el resto de la noche, o hasta que amanecía, los sollozos de Marge llenaban la parte superior de la casa.
Ni Esperanza ni Krogman, por más tomados que estuvieran, hablaban o mucho menos hacían algo en defensa de Marge. Por un lado, era un problema de ellos y sólo de ellos y, por el otro, Joseph Dunkley era literalmente un búfalo enardecido que con la sola mirada espantaba a cualquiera. Eso sí, cuando Dunkley abandonaba Montañas Rocallosas para irse a trabajar, Esperanza, Pera o Jerónima de inmediato le subían a Marge de la cocina un par de bisteces crudos que se colocaba sobre el ojo o los  ojos amoratados (según le hubiera ido en la golpiza), “remedio” éste infalible para desinflamar y  borrar todo vestigio de daño.
Sanarse con bisteces crudos los ojos cerrados y morados por  golpes a mano abierta o con el puño cerrado,  era un “remedio” que a Esperanza se lo había recomendado Francisca, la hija de doña Licha, quien a veces llegaba hasta Montañas Rocallosas con tres o cuatro de sus hijos más chicos, para esconderse de “su señor”, un comprador de ropa usada prieto y gordinflón, de aspecto repugnante, que la golpeaba cuando se le antojaba hasta llegarla a privar y el que ya le había hecho siete criaturas. A Esperanza le caía muy bien Francisca, pues la había conocido desde que era una niñita (muy bonita, por cierto) y también porque siempre le daba las gracias, aunque no los pusiera en práctica, cuando la patrona de su mamá se ponía a repetirle sus tres consejos clásicos: “¡córtale la verga!, ¡no te abras de patas!, ¡amárrate las trompas!”

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