jueves, 7 de marzo de 2013

Entrega 100



Rendidos física y emocionalmente, y advertidos por su madre de que al día siguiente, lunes, tendrían que ir forzosamente a clases, los niños se fueron a acostar hacia la media noche, entrando ambos de inmediato en un sueño profundo. Lo mismo hizo Heidi en la cama de Toñito. Tal vez media hora después se marcharon Joe, Rosita, el Conde y Emily. Con las luces de la sala y del resto de la casa totalmente apagadas, Esperanza Videgaray se desnudó por completo y se recostó en el sofá, para seguir bebiendo y fumando sola, aunque con el tocadiscos ya apagado. En la chimenea las últimas briznas de los leños consumidos por el fuego daban la batalla final antes de acabar en cenizas.
Serían las tres o cuatro de la mañana cuando de pronto entre la inconsciencia y la conciencia Toñito sintió que se ahogaba, que algo  impedía que entrara el aire por su nariz y por su boca y que algo muy pesado comprimía e inmovilizaba su cuerpo. Pero al abrir los ojos y despertar totalmente, vio ante sí y sintió desparramadamente sobre nariz y mentón una especie de globo de carne, al tiempo que dentro de su boca había algo metido, de textura rugosa.
-¿Todavía no se te para?, ¿ya se te para o no?, le preguntaba Esperanza Videgaray, quien le había introducido uno de sus pezones cuando el niño dormía a pierna suelta y con la boca entreabierta, al tiempo que con una de sus manos le había bajado la trusa y hurgaba su pene y testículos.
Sudando frío, el niño escupió el cuerpo extraño y con ambas manos retiró de su cara el gordo seno de su madre. No podía zafarse, sin embargo, de la masa materna que lo aplastaba. Luego la mujer se deslizó a la derecha de su hijo, pero dejando caer sobre él su brazo derecho para sujetarlo por el pecho, quedando así el menor apresado por la pared a la izquierda y por la pederasta a la derecha y sin parpadear siquiera por el pánico que sentía, mucho menos gritar para pedir auxilio. Bien acurrucada, a los pies de ambos, Heidi levantaba a veces el morro y  volvía a dormirse.
Como pesadilla que no podía quitarse de la mente, Toñito recordaba una y otra vez la primera golpiza que ahí en Montañas Rocallosas le metió Ignatz a su madre. Cual si fuera cámara lenta, pasaron por su cerebro aturdido todas las escenas, desde la primera hasta la última: cómo una madrugada encuerada y borracha salió Esperanza corriendo de su habitación; cómo borracho y encuerado también Krogman la alcanzó y la derrumbó sobre el hall de distribución de ese segundo piso; cómo la golpeó hasta más no poder y sólo la soltó por un instante cuando sus hijos vinieron en su auxilio y sobre de ellos entonces arremetió el teutón mantenido; cómo aprovechando ese instante, Esperanza, en lugar de tratar de defender a los niños, corrió hacia la habitación de Pera, pero al bajar los tres escalones del desnivel cayó y el alemán se fue nuevamente sobre de ella a golpes, hasta casi privarla; cómo por la mañana  Jerónima cada veinte o treinta minutos le colocaba bisteces frescos sobre cada uno de los ojos cerrados; y cómo, igualmente, los amantes volaron, solos, dos semanas después a Acapulco, y a la miserable Esperanza Videgaray le importó un soberano pepino que por su culpa sus hijos hubieran resultado golpeados y que a sus doce años de edad, siendo una niña todavía, Pera hubiera visto toda la asquerosa desnudez de un enloquecido ebrio que bien pudo haberla violado.
Sólo eso tenía en la cabeza Toñito. Después se puso a pensar si pedía o no auxilio y a quién y si serviría de algo o resultaría peor. Estaba en un laberinto sin salida. Le entró un llanto de sentimiento cuando después de darle y darle vueltas a qué hacer, tomó plena conciencia de que esa era su suerte en la vida.

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