Rendidos
física y emocionalmente, y advertidos por su madre de que al día siguiente,
lunes, tendrían que ir forzosamente a clases, los niños se fueron a acostar
hacia la media noche, entrando ambos de inmediato en un sueño profundo. Lo
mismo hizo Heidi en la cama de Toñito. Tal vez media hora después se marcharon
Joe, Rosita, el Conde y Emily. Con las luces de la sala y del resto de la casa
totalmente apagadas, Esperanza Videgaray se desnudó por completo y se recostó
en el sofá, para seguir bebiendo y fumando sola, aunque con el tocadiscos ya
apagado. En la chimenea las últimas briznas de los leños consumidos por el
fuego daban la batalla final antes de acabar en cenizas.
Serían las
tres o cuatro de la mañana cuando de pronto entre la inconsciencia y la
conciencia Toñito sintió que se ahogaba, que algo impedía que entrara el aire por su nariz y
por su boca y que algo muy pesado comprimía e inmovilizaba su cuerpo. Pero al
abrir los ojos y despertar totalmente, vio ante sí y sintió desparramadamente
sobre nariz y mentón una especie de globo de carne, al tiempo que dentro de su
boca había algo metido, de textura rugosa.
-¿Todavía no
se te para?, ¿ya se te para o no?, le preguntaba Esperanza Videgaray, quien le
había introducido uno de sus pezones cuando el niño dormía a pierna suelta y
con la boca entreabierta, al tiempo que con una de sus manos le había bajado la
trusa y hurgaba su pene y testículos.
Sudando
frío, el niño escupió el cuerpo extraño y con ambas manos retiró de su cara el
gordo seno de su madre. No podía zafarse, sin embargo, de la masa materna que
lo aplastaba. Luego la mujer se deslizó a la derecha de su hijo, pero dejando
caer sobre él su brazo derecho para sujetarlo por el pecho, quedando así el
menor apresado por la pared a la izquierda y por la pederasta a la derecha y
sin parpadear siquiera por el pánico que sentía, mucho menos gritar para pedir
auxilio. Bien acurrucada, a los pies de ambos, Heidi levantaba a veces el morro
y volvía a dormirse.
Como
pesadilla que no podía quitarse de la mente, Toñito recordaba una y otra vez la
primera golpiza que ahí en Montañas Rocallosas le metió Ignatz a su madre. Cual
si fuera cámara lenta, pasaron por su cerebro aturdido todas las escenas, desde
la primera hasta la última: cómo una madrugada encuerada y borracha salió
Esperanza corriendo de su habitación; cómo borracho y encuerado también Krogman
la alcanzó y la derrumbó sobre el hall de distribución de ese segundo piso;
cómo la golpeó hasta más no poder y sólo la soltó por un instante cuando sus
hijos vinieron en su auxilio y sobre de ellos entonces arremetió el teutón
mantenido; cómo aprovechando ese instante, Esperanza, en lugar de tratar de
defender a los niños, corrió hacia la habitación de Pera, pero al bajar los
tres escalones del desnivel cayó y el alemán se fue nuevamente sobre de ella a
golpes, hasta casi privarla; cómo por la mañana
Jerónima cada veinte o treinta minutos le colocaba bisteces frescos
sobre cada uno de los ojos cerrados; y cómo, igualmente, los amantes volaron,
solos, dos semanas después a Acapulco, y a la miserable Esperanza Videgaray le
importó un soberano pepino que por su culpa sus hijos hubieran resultado
golpeados y que a sus doce años de edad, siendo una niña todavía, Pera hubiera
visto toda la asquerosa desnudez de un enloquecido ebrio que bien pudo haberla
violado.
Sólo eso
tenía en la cabeza Toñito. Después se puso a pensar si pedía o no auxilio y a
quién y si serviría de algo o resultaría peor. Estaba en un laberinto sin
salida. Le entró un llanto de sentimiento cuando después de darle y darle
vueltas a qué hacer, tomó plena conciencia de que esa era su suerte en la vida.
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