Pasarían así
media hora, o tres cuartos de hora, o una hora, lo cierto es que Esperanza, que
se había quedado ahí en la cama de Toñito dormida, finalmente apenas pudiendo
hablar le dijo a su hijo que quería orinar, que la llevara al baño. Toñito,
como pudo, logró que la encuerada se levantara y pasando sobre su cuello el
brazo izquierdo de la madre, avanzaron muy lentamente hacia la puerta. Sobre de
él de plano caía todo el peso de la mujer y a muy duras penas logró subir los
escalones, arribar al pequeño hall y dirigirse a la entrada del baño. Para su
mala suerte, Pera seguía bien dormida, pero la perrita se había levantado y ya
le estaba brincando, juguetona como siempre, en su costado izquierdo. A punto
el niño estuvo de perder el equilibrio y buen golpazo se hubiera llevado
Esperanza. Al fin, madre e hijo ingresaron al baño. Mucho más difícil que
haberla levantado de la cama y soportado en peso muerto una cortísima
distancia, que al menor le pareció kilométrica, fue sentar a la ebria en la
taza, pues literalmente estaba noqueada, con la mirada perdida y sin control
casi de sus piernas. La escena era lamentable, era la miseria humana en su
máximo nivel.
Un chorro de
orina que parecía agua saliendo a toda presión de una manguera de bombero llenó
el silencio de la madrugada en ese baño de mosaicos y azulejos negros, con su
amplia regadera, su buena tina y una ventana cuyo vidrio emplomado mostraba un
navío de velas desplegadas sobre un mar encrespado.
Cuando el
chorro cesó, ella le extendió los brazos con una mueca, ahora sí, de descanso,
de satisfacción plenos. Sin secarse, al tercer intento Esperanza se pudo tener
en pie y ahora fue su brazo derecho el que cruzó el cuello de su hijo para
realizar el trayecto de regreso. Cuando llegaron a la cama, Toñito la aventó
sobre ella como si fuera de plano un
fardo. Y lloró, lloró nuevamente.
Pero ese
niño de apenas ocho años de edad, que en menos de veinticuatro horas había
asistido al entierro de su padre muerto quién sabe cómo; que había reencontrado
tras dos años de separación a dos de los tres
seres que más quería en la vida; que había sido manoseado y casi violado
por quien lo engendró, y que había ayudado a una borracha encuerada que apenas podía caminar a
desahogar totalmente su vejiga; a las 6:30 en punto de la mañana, en la esquina
de Montañas Rocallosas y Montes Cárpatos, se trepó al camión del Colegio del
Tepeyac. Y fingió. Fingió que había dormido. Fingió que había pasado un feliz
fin de semana. Fingió, como siempre, que su papá y su mamá lo querían mucho y,
como todas las mañanas, esa también, al despedirse de ellos, le dieron su beso
y la bendición. Ni directivos, ni maestros, ni compañeros de clase supieron de
la muerte de Antonio Ruiloba González Misa. Como tampoco sabían de la
dipsomanía y vida licenciosa de Esperanza Videgaray. En el arte de actuar, a
Toñito nadie le ganaba.
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