viernes, 8 de marzo de 2013

Entrega 101



Pasarían así media hora, o tres cuartos de hora, o una hora, lo cierto es que Esperanza, que se había quedado ahí en la cama de Toñito dormida, finalmente apenas pudiendo hablar le dijo a su hijo que quería orinar, que la llevara al baño. Toñito, como pudo, logró que la encuerada se levantara y pasando sobre su cuello el brazo izquierdo de la madre, avanzaron muy lentamente hacia la puerta. Sobre de él de plano caía todo el peso de la mujer y a muy duras penas logró subir los escalones, arribar al pequeño hall y dirigirse a la entrada del baño. Para su mala suerte, Pera seguía bien dormida, pero la perrita se había levantado y ya le estaba brincando, juguetona como siempre, en su costado izquierdo. A punto el niño estuvo de perder el equilibrio y buen golpazo se hubiera llevado Esperanza. Al fin, madre e hijo ingresaron al baño. Mucho más difícil que haberla levantado de la cama y soportado en peso muerto una cortísima distancia, que al menor le pareció kilométrica, fue sentar a la ebria en la taza, pues literalmente estaba noqueada, con la mirada perdida y sin control casi de sus piernas. La escena era lamentable, era la miseria humana en su máximo nivel.
Un chorro de orina que parecía agua saliendo a toda presión de una manguera de bombero llenó el silencio de la madrugada en ese baño de mosaicos y azulejos negros, con su amplia regadera, su buena tina y una ventana cuyo vidrio emplomado mostraba un navío de velas desplegadas sobre un mar encrespado.
Cuando el chorro cesó, ella le extendió los brazos con una mueca, ahora sí, de descanso, de satisfacción plenos. Sin secarse, al tercer intento Esperanza se pudo tener en pie y ahora fue su brazo derecho el que cruzó el cuello de su hijo para realizar el trayecto de regreso. Cuando llegaron a la cama, Toñito la aventó sobre  ella como si fuera de plano un fardo. Y lloró, lloró nuevamente.
Pero ese niño de apenas ocho años de edad, que en menos de veinticuatro horas había asistido al entierro de su padre muerto quién sabe cómo; que había reencontrado tras dos años de separación a dos de los tres  seres que más quería en la vida; que había sido manoseado y casi violado por quien lo engendró, y que había ayudado a una borracha  encuerada que apenas podía caminar a desahogar totalmente su vejiga; a las 6:30 en punto de la mañana, en la esquina de Montañas Rocallosas y Montes Cárpatos, se trepó al camión del Colegio del Tepeyac. Y fingió. Fingió que había dormido. Fingió que había pasado un feliz fin de semana. Fingió, como siempre, que su papá y su mamá lo querían mucho y, como todas las mañanas, esa también, al despedirse de ellos, le dieron su beso y la bendición. Ni directivos, ni maestros, ni compañeros de clase supieron de la muerte de Antonio Ruiloba González Misa. Como tampoco sabían de la dipsomanía y vida licenciosa de Esperanza Videgaray. En el arte de actuar, a Toñito nadie le ganaba.

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