domingo, 10 de marzo de 2013

Entrega 103



Los cinco niños, impecablemente vestidos y peinados con goma, venían en el asiento de atrás y nada tardaron en repasar descaradamente con sus miradas a los recién llegados, a los que no sólo veían como aves raras, sino hasta como arrimados, menesterosos. Esto enfrió el encuentro. Los Ruiloba Videgaray de inmediato se sintieron mal, compararon sus ropas, pero sobre todo sintieron las pesadas miradas de unos primos con los que nada tenían en común y que les parecían sangrones y presumidos, así de entrada y a primera vista. Sin duda mucho mejor se sentían con Nachín y Ana Rita, los hijos de su tía Ana.
Proclive a sentirse la matriarca (por ser la hermana mayor) del clan Ruiloba, por lo tanto entregada entonces a cumplir la misión histórica de mantener unida a la familia a toda costa (lo que jamás lograba), Lupe Ruiloba de Tello obligó, antes de que arrancara el auto, a que se saludaran de mano y beso los dos Ruiloba Videgaray con todos y cada uno de los cinco Ruiloba Pérez.
Pero eso no fue todo, ya que durante todo el camino desde las Lomas de Chapultepec hasta la Villa de Guadalupe “para dar gracias a la santísima virgen por el milagro concedido de volvernos a ver”, Lupe puso a los siete sobrinos a repetir tras ella los diez mandamientos de la ley de Dios, los cinco mandamientos de “nuestra santa madre la Iglesia Católica Apostólica y Romana, que es la única y verdadera”, así como el Padrenuestro, el Avemaría y el Yo Pecador. Aunque Pera y Toño iban adelante, cuando volteaban sigilosamente atrás y se encontraban con la mirada de alguno o de más de uno de sus primos, surgían entonces entre ellos escondidas y discretísimas sonrisitas cómplices por la tarea que la mochísima  tía imponía a todos por igual. Este fastidio infantil por el rezo forzado, distendió el ambiente inicial, frío y seco, y poco a poco fue llevando a los jóvenes parientes a aceptarse y caerse mejor o de plano ya bien, sobre todo a Raquel con Pera y a Enrique con Toñito.
Como clásica familia descendiente de españoles, la originalidad no distinguía precisamente a los Ruiloba para ponerles el nombre a sus hijos a la hora de bautizarlos. De cajón, el primogénito o al menos alguno de los hijos de cada uno de los hermanos en cada generación, debía de llamarse como el ascendiente más viejo del que se tuviera conocimiento. Por eso Antonios Ruiloba había cinco en las dos últimas generaciones. De la misma manera, los nombres de ambos progenitores debían, en lo posible, perpetuarse en sus hijos, por ello en cada rama de los Ruiloba nacidos en las primeras cuatro décadas del siglo existían dos Antonios padre e hijo, dos Juanes padre e hijo, dos Rafaeles padre e hijo, dos Esperanzas madre e hija y dos Dulce Marías también madre e hija. La misma tradición se guardaba para la dupla abuelo nieto: Raquel Solana  y Raquel Ruiloba eran nietas de Raquel González Misa.
Cuando imponente apareció la centenaria basílica de Guadalupe, ladeada y que parecía caerse en cualquier momento, Carlos Tello consiguió muy rápido un lugar donde estacionar el Pontiac. Entre los dos tíos vestidos de negro, los siete sobrinos cruzaron la calle tomados de la mano e ingresaron así al templo mariano.
Pera y Toñito miraban con azoro para todos lados: los gruesos cirios encendidos; los rostros morenos y arrugados de las ancianas cubiertas con sus rebozos de bolita; el gran marco de oro y plata donde estaba la tilma de Juan Diego vuelta prueba de milagro o causa de conflicto entre la fe y la razón; el crucifijo de plata doblado por una bomba supuestamente colocada y activada  por los obregonistas; los estandartes y banderas de los que arribaban en pequeñas peregrinaciones; las rodillas sangrantes de los fieles que ante la virgen cumplían una manda o agradecían un favor recibido.
Les resultó una experiencia inolvidable y les ayudó a rescatar un poco de esperanza, de aire fresco en sus tristes vidas.

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