martes, 12 de marzo de 2013

Entrega 105



CAPITULO 10

-¡Joven Antonio!, ¡ya baje!, ¡ya está su desayuno!, ¡se le va a enfriar!,  gritó desde el comedor Geonila, llegada apenas diez días antes del pequeño pueblo de Santo Tomás Hueyotlipan, en el estado de Puebla, para servir de recamarera en la casa de Guadalupe Ruiloba, viuda del ingeniero Carlos Tello Parrera.
Recomendada por su prima María de Jesús, también recamarera que venía trabajando en Atlanta 188 desde antes de que se casara Pera, la guapa Geonila era todavía “muy silvestre”, como a todo mundo se lo hacía notar la tía Lupe, pues se dirigía a la gente a puro grito y con la mano se limpiaba la boca después de cada bocado. Pero la hermosura de sus ojos negros, su talle acinturado, su busto y caderas que mostraban sus diecisiete años muy bien aprovechados, hacían pasar por alto si gritaba o no, si con la mano se limpiaba o no su boca de labios incitantes. Su par de trenzas zaínas, su carita nomás lavada, sus piernas sólo cubiertas por la frescura de su piel y la precariedad de su vestimenta, realzaban mucho más su belleza. Para el creyente que la llegara a ver, era, a no dudarlo, prueba exquisita de la existencia de Dios. Y para el ateo, producto supremo de la madre naturaleza.
Antonio Ruiloba Videgaray llevaba ya sesenta días gozando o sufriendo sus quince años y de plano no se la podía sacudir de la mente. Tampoco podía sacudirse la pena de que un año antes, en marzo de 1960, su amadísima hermana Pera, a sus diecinueve años de edad, prácticamente se vio obligada a casarse con el primer extranjero que  le propuso matrimonio.  La tía Lupe  siempre decía: “sólo a un extranjero de esos a los que se les resbalan todas las cosas se le ocurriría casarse con Esperancita, pues ningún mexicano de familia decente jamás consentiría en casarse con la hija de una loca borracha”.
Cada que repetía eso, a Pera se le clavaba un puñal en el corazón y sentía odiar más y más a su antes querida tía, pues de plano no podía amoldarse a la forma de ser de  los Ruiloba y, en particular, a la hipocresía y la santurronería de esa madrina que parecía ufanarse y afanarse en rebajarle siempre su autoestima con sus comentarios ácidos. Y a Antonio le ocurría igual.
Pero los Ruiloba tenían más que motivos suficientes para aborrecer de tal manera a Esperanza Videgaray y a su familia.
En la madrugada del 28 de julio de 1957 un terremoto despertó a la ciudad de México con muertos, heridos y derrumbes por diversos rumbos. Entre los edificios que se vinieron abajo, hubo dos, muy emblemáticos, que Alfredo Videgaray Salas construyó y vendió al gobierno mexicano. Uno se ubicaba en la Avenida Juárez y otro en la Avenida Insurgentes. En menos de cinco meses, peritos nacionales y extranjeros dictaminaron que ambos edificios se colapsaron por su deficiente diseño estructural y la baja calidad de los materiales empleados en su construcción.
Alertado por contactos que tenía en distintas dependencias gubernamentales, Alfredo Videgaray no sólo supo muy a tiempo cómo venían los peritajes, sino que iba a ser demandado penalmente y en cualquier momento podrían dictarse contra él órdenes de aprehensión por las responsabilidades que ya se le estaban fincando.
Como era de esperarse, éste ingeniero defraudador huyó tranquilamente del país con todo el dinero que pudo triangular hasta la República Federal Alemana y se fue a esconder nada menos que en los alpes bávaros, en la bellísima localidad de Garmisch-Partenkirchen, junto con su amasia Lore. Ya establecido Alfredo Videgaray en el extranjero, a miles de kilómetros de distancia, en plena impunidad y disfrutando sus millones, en México sus fechorías empezaron a conocerse, una por una.
-¡Maldita sea!, ¡siempre lo imaginé!, ¡lo sabía!, ¡lo sabía!, gritaba enfurecido, fuera de sí, llorando, Juan Ruiloba ante sus hermanos y cuñados…Tras serenarse un poco, prosiguió: Ayer me habló Raúl Esqueda (un comandante del Servicio Secreto que era muy amigo suyo) y me contó ya toda la verdad sobre la muerte de Antonio, me hizo que le jurara por mis hijos que jamás lo involucraría ni diría que él me lo dijo, porque podría perder desde la chamba hasta la vida….
-¡Pero dínoslo ya!, ¡qué te dijo, ¡a qué tanto misterio!, le reclamaba también nervioso su hermano más chico, Rafael. Todos los familiares que había citado en su casa de Pitágoras 851, en la Colonia Narvarte, sólo sabían que quería hablar con ellos, pero ignoraban por qué ni sobre qué, cuando fueron convocados por la mañana, telefónicamente. Los citó a las ocho de la noche del primer martes del recién iniciado 1958, para darle así tiempo a Rafael y su cuñada Dulce María a que llegaran de Puebla.

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