CAPITULO 10
-¡Joven
Antonio!, ¡ya baje!, ¡ya está su desayuno!, ¡se le va a enfriar!, gritó desde el comedor Geonila, llegada
apenas diez días antes del pequeño pueblo de Santo Tomás Hueyotlipan, en el
estado de Puebla, para servir de recamarera en la casa de Guadalupe Ruiloba,
viuda del ingeniero Carlos Tello Parrera.
Recomendada
por su prima María de Jesús, también recamarera que venía trabajando en Atlanta
188 desde antes de que se casara Pera, la guapa Geonila era todavía “muy
silvestre”, como a todo mundo se lo hacía notar la tía Lupe, pues se dirigía a
la gente a puro grito y con la mano se limpiaba la boca después de cada bocado.
Pero la hermosura de sus ojos negros, su talle acinturado, su busto y caderas
que mostraban sus diecisiete años muy bien aprovechados, hacían pasar por alto
si gritaba o no, si con la mano se limpiaba o no su boca de labios incitantes.
Su par de trenzas zaínas, su carita nomás lavada, sus piernas sólo cubiertas
por la frescura de su piel y la precariedad de su vestimenta, realzaban mucho
más su belleza. Para el creyente que la llegara a ver, era, a no dudarlo,
prueba exquisita de la existencia de Dios. Y para el ateo, producto supremo de
la madre naturaleza.
Antonio
Ruiloba Videgaray llevaba ya sesenta días gozando o sufriendo sus quince años y
de plano no se la podía sacudir de la mente. Tampoco podía sacudirse la pena de
que un año antes, en marzo de 1960, su amadísima hermana Pera, a sus diecinueve
años de edad, prácticamente se vio obligada a casarse con el primer extranjero
que le propuso matrimonio. La tía Lupe
siempre decía: “sólo a un extranjero de esos a los que se les resbalan
todas las cosas se le ocurriría casarse con Esperancita, pues ningún mexicano
de familia decente jamás consentiría en casarse con la hija de una loca
borracha”.
Cada que
repetía eso, a Pera se le clavaba un puñal en el corazón y sentía odiar más y
más a su antes querida tía, pues de plano no podía amoldarse a la forma de ser de los Ruiloba y, en particular, a la hipocresía
y la santurronería de esa madrina que parecía ufanarse y afanarse en rebajarle
siempre su autoestima con sus comentarios ácidos. Y a Antonio le ocurría igual.
Pero los
Ruiloba tenían más que motivos suficientes para aborrecer de tal manera a
Esperanza Videgaray y a su familia.
En la
madrugada del 28 de julio de 1957 un terremoto despertó a la ciudad de México
con muertos, heridos y derrumbes por diversos rumbos. Entre los edificios que
se vinieron abajo, hubo dos, muy emblemáticos, que Alfredo Videgaray Salas
construyó y vendió al gobierno mexicano. Uno se ubicaba en la Avenida Juárez y
otro en la Avenida Insurgentes. En menos de cinco meses, peritos nacionales y
extranjeros dictaminaron que ambos edificios se colapsaron por su deficiente
diseño estructural y la baja calidad de los materiales empleados en su
construcción.
Alertado por
contactos que tenía en distintas dependencias gubernamentales, Alfredo
Videgaray no sólo supo muy a tiempo cómo venían los peritajes, sino que iba a
ser demandado penalmente y en cualquier momento podrían dictarse contra él
órdenes de aprehensión por las responsabilidades que ya se le estaban fincando.
Como era de
esperarse, éste ingeniero defraudador huyó tranquilamente del país con todo el
dinero que pudo triangular hasta la República Federal Alemana y se fue a
esconder nada menos que en los alpes bávaros, en la bellísima localidad de
Garmisch-Partenkirchen, junto con su amasia Lore. Ya establecido Alfredo
Videgaray en el extranjero, a miles de kilómetros de distancia, en plena
impunidad y disfrutando sus millones, en México sus fechorías empezaron a
conocerse, una por una.
-¡Maldita
sea!, ¡siempre lo imaginé!, ¡lo sabía!, ¡lo sabía!, gritaba enfurecido, fuera
de sí, llorando, Juan Ruiloba ante sus hermanos y cuñados…Tras serenarse un
poco, prosiguió: Ayer me habló Raúl Esqueda (un comandante del Servicio Secreto
que era muy amigo suyo) y me contó ya toda la verdad sobre la muerte de
Antonio, me hizo que le jurara por mis hijos que jamás lo involucraría ni diría
que él me lo dijo, porque podría perder desde la chamba hasta la vida….
-¡Pero dínoslo
ya!, ¡qué te dijo, ¡a qué tanto misterio!, le reclamaba también nervioso su
hermano más chico, Rafael. Todos los familiares que había citado en su casa de
Pitágoras 851, en la Colonia Narvarte, sólo sabían que quería hablar con ellos,
pero ignoraban por qué ni sobre qué, cuando fueron convocados por la mañana,
telefónicamente. Los citó a las ocho de la noche del primer martes del recién
iniciado 1958, para darle así tiempo a Rafael y su cuñada Dulce María a que
llegaran de Puebla.
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