En
Bremerhaven Ula se despidió con lágrimas en los ojos de Toñito, al igual que
éste. Fue sólo un mes, pero la intensidad de la convivencia de “tía” y
“sobrino” eliminó al magisterio del tiempo.
El S.S.
America, buque gemelo del United States, recibió mayormente a alemanes que
regresaban a Estados Unidos, tras disfrutar las pascuas navideñas en su tierra
natal. Pero, igualmente, transportó a militares estadounidenses negros y
blancos que ya habían terminado su servicio en el territorio ocupado. A la
humillación original de la segregación racial en las filas castrenses, en este
viaje trasatlántico de retorno se añadió otra más: muchos de los militares
blancos y negros viajaban ya con esposas
e hijos, nuevas familias desde luego también encuadradas dentro de un racismo
contra el cual -¡oh paradoja!- supuestamente Washington había combatido en la
Segunda Guerra Mundial.
Bajo un frío
insoportable, Nueva York por segunda ocasión ofreció su personalidad
cosmopolita a Esperanza, Ignatz y Pera, quienes realmente gozaron su estadía de
setenta y dos horas, no así Toñito, quien prefirió quedarse todo el tiempo en
la habitación del Hotel Taft, viendo cual enajenado las series de televisión
del Llanero Solitario, Roy Rogers, Cisco Kid, Gene Autrey, Hopalong Cassidy,
Lassie y Rin-TinTin, y devorando, no comiendo, cuantos hot dogs y hamburguesas
le ponían enfrente.
En diagonal
al hotel situado en la esquina de la séptima avenida y la calle 50, había una
cafetería a la que sólo una vez el niño entró y quedó invitado a no hacerlo
nunca más. El humo de los cigarros que formaba densas nubes, la boruca de los
gringos que alcanzaba quién sabe cuántos decibeles y el sonido de las cafeteras
llenando al tope tazas y tazas de café a un ritmo sorprendente, lo dejaron
mareado, noqueado. Afuera de ese lugar atestado de gente y ruidos mil, un
viento helado paralizante le impedía respirar con normalidad y los ojos le
ardían y lagrimeaban como nunca. Casi llorando rogó que mejor lo dejaran solo
en el cuarto del hotel, pues no quería pasear ni conocer nada. Y así se hizo.
Por algún
motivo, tal vez económico, Esperanza decidió regresar al territorio mexicano
por la línea de autobuses Greyhound, en lugar de la comodidad del tren como
había sido en noviembre, cuando rentó una suite dormitorio. El 13 de enero de
1955, fecha en que Toñito cumplía nueve años, el camión salió de Nueva York y
veinticuatro horas después entraba a la estación de la línea en Saint Louis,
Missouri, donde haría escala de una hora. El autobús venía casi vacío, pues
además de ellos cuatro, en la última hilera de asientos viajaban dos soldados
negros y hacia la mitad se localizaban dos o tres parejas de matrimonios
blancos. Pera y Toñito eran los únicos niños a bordo y desde la salida de Nueva
York hasta la llegada a Saint Louis, cambiaron no menos de seis veces de
asiento.
En la
cafetería de la estación, contiguo a la caja registradora, se ubicaba un
pequeño puesto de revistas y comics. Los había de Archie y Torombolo, Tobi y La
Pequeña Lulú, Batman, Superman, La Mujer Maravilla, entre otros. Cuando se
voceó la continuación del viaje y se solicitó a los pasajeros abordar
nuevamente el autobús, se formó una pequeña cola frente a la caja registradora
y la cajera empezó a cobrar el consumo a los clientes. De pronto, con la mayor
naturalidad, sereno, seguro de sí mismo, Toñito se enfiló hacia los comics ahí
expuestos, tomó cuatro o cinco y salió caminando despacio rumbo al camión, sin
pagarlos. Sólo se dieron cuenta Pera y la propia cajera, quien no daba crédito
al aplomo y osadía del infante.
Ya dentro
del transporte, Toñito se fue hacia el fondo y se sentó a un lado de los
militares negros, mientras que Pera lo hizo junto a la ventanilla que estaba
delante de los asientos de Esperanza e Ignatz, sin apartar la vista de la
cajera, la que a su vez miraba para el camión a través de un gran ventanal e
incomprensiblemente no dijo nada ni hizo intento alguno por recuperar lo robado
en sus propias narices. Ningún nuevo viajero se incorporó y el chofer encendió
el motor y cerró la puerta de acceso. Pera respiró aliviada, pero medio minuto
después el motor se apagó, se abrió la puerta y entró un policía.
El
uniformado se fue directamente hasta la última hilera de asientos. Pera y
Toñito empalidecieron y sintieron que el alma se les iba al suelo, sobre todo
cuando tomó de la mano a Toñito y le preguntó: “Where are your parents?”
(¿Dónde están tus padres?). Casi orinándose de los nervios, el pequeño
raterillo señaló hacia donde su madre y el alemán estaban. Con ellos lo llevó
el policía y les advirtió a ambos que la última hilera de asientos estaba sólo
asignada para la gente de color y que si no respetaban el reglamento debían
abandonar el autobús.
-¿Ya oíste
pinche pendejo cabezón?, ¿quieres que nos bajen por tus pendejadas?, si quieres
una negra o una india espérate a que lleguemos a Tenochtitlán, allí hay muchas,
o muchos si eres puto, pero ya deja de estar chingando. Tras insultar a gritos
a su hijo, Esperanza dio mil seguridades al policía gringo de que no habría
ningún problema en el futuro, por lo que éste abandonó el vehículo y continuó
el trayecto.
Y los
soldados negros, nada.
Y Pera y
Toñito, felices, disfrutando sus comics en inglés.
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