lunes, 18 de marzo de 2013

Entrega 111



Tacaña como era su costumbre, o mejor dicho como eran los Videgaray Salas, Esperanza nada les compró ni regaló a Pera y Toñito en Alemania y Nueva York, pero sí les estuvo cantando el costo del viaje hasta que se cansó, cuando en realidad fue una especie de regalo de bodas para su ex amante, elevado a esposo.
Con los comics que se robó en Saint Louis, cuando en febrero Toñito ingresó a segundo de primaria en el Tepeyac, “demostró” a sus cuates que había viajado a Estados Unidos y muchos de ellos le creyeron que también a Alemania, aunque todos se preguntaban por qué sus papás no le habían comprado una chamarra o un suéter o algo, como se estila hacer en cualquier periplo. Dueño del escenario que ya dominaba por completo en el colegio, Toñito les cambiaba pronto el tema de conversación y empezaba a presumirles las aventuras vividas en Nueva York y en Alemania. Unas verdaderas y otras falsas, como la de que con su papá (el mismísimo y bien sepultado Antonio Ruiloba González Misa) había subido y bajado los 1,576 escalones de los 86 pisos del edificio más alto del mundo entero: el Empire State.
El primer fin de semana que volvió a salir con sus tíos Carlos y Lupe, les quiso vender el mismo boleto, sólo que, obviamente, se vio precisado de cambiar a su padre muerto, por Pera. Para su desgracia, su hermana, días antes y por teléfono le había platicado a su tita sobre los berrinches neoyorquinos de Toñito, y la doble tontería de no querer conocer Nueva York, encerrándose en el hotel tanto a la ida en noviembre de 54, como al regreso en enero de 55. Tremenda regañada se llevó el niño de la beata Lupe Ruiloba por decir mentiras. Hasta la pobre Pera pagó las consecuencias: se tuvo que soplar un sermón de la madrina, de más de una hora, sobre los pecados veniales, como, según ella, era decir mentiras aparentemente leves o inocentes. Tanto le caló a Toñito, que catorce meses después fue el “pecado” inaugural que confesó la víspera de la ceremonia de su primera comunión junto con otros cuarenta alumnos del Colegio del Tepeyac, en la Iglesia del Buen Tono, construcción donde el famoso ingeniero Miguel Angel de Quevedo supo combinar los estilos neobarroco y neorrománico.
La primera comunión de Toñito, habida el lunes de 19 de marzo de 1956, día de San José, estuvo a punto de acabar en otro grave conflicto entre Esperanza y Carlos y Lupe, pero al final no pasó a mayores y cada fin de semana se siguieron viendo normalmente los tíos y sus sobrinos. Ese sacramento católico lo recibió el niño cuando ya contaba con diez años de edad y cursaba el tercero de primaria, es decir, al menos llevaba dos años de retraso. Y ello se debió a que Esperanza se negó a pagar desde 1954 y durante todo 1955 el equipo necesario para la ceremonia: traje nuevo de gala, camisola nueva, calcetines negros, zapatos negros de charol, misal con forros de tela pintados a mano, vela decorada y aromatizada, moño bordado para el brazo y rosario con cuentas de cristal engarzadas con hilo de oro. La madre aducía que si los tíos habían sido los padrinos de bautizo y confirmación de Toñito, deberían ahora ser los de su primera comunión y asumir todos los gastos derivados de ello. Y los tíos replicaban que el gasto correspondía a la madre, pues el padrinazgo era sólo espiritual.
El matrimonio sufría ya la culpabilidad de que Toñito “no comiera el cuerpo ni bebiera la sangre de Cristo”, pero a la vez se resistía a sufragar gastos que  la madre mañosamente les quería trasladar: el traje de gala del colegio lo usaba desde 1953 en que ingresó, estaba ya bien lustroso de las asentaderas y los pantalones le quedaban  de “brincacharcos”. Sólo tenía un par de zapatos, los de “a diario”, de cuero, y la camisola blanca para el traje estaba percudida.
Una vez más, por petición de Carlos y Lupe, el padre Franco y el Chino Joe intervinieron y salvaron la situación. Ambos recurrieron a la abuela Esperanza Salas para que ella fuera la madrina, cosa que después de mil ruegos y argumentos religiosos que impactaron su hipócrita mochería, a regañadientes se vio obligada a aceptar, pues sólo ella recordó que había otro gasto que a todo mundo se le había pasado por alto: el desayuno.

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