viernes, 1 de marzo de 2013

Entrega 94



“LA PORTERA DESCUBRE EL CUERPO
“Fue interrogada inmediatamente después la portera María Estrada Luna, de 50 años de edad, y la que dijo que cada seis o siete días hacía el aseo en el departamento del ingeniero ahora extinto. Como sabía que el profesionista era epiléptico, optó por abrir la puerta con la llave que tenía en su poder y llegar hasta la alcoba de don Antonio para tocarle, pero como nadie le contestó, supuso que dormiría.
“Sin embargo, con cierta ansiedad y temerosa de que algo grave hubiera ocurrido, volvió horas después y, al abrir la puerta de la recámara, se encontró a su patrón ya sin vida. Dio aviso de ello al ingeniero Alfredo Videgaray, con quien trabajaba el occiso y quien le ordenó que pidiera telefónicamente la comparecencia del médico que lo atendía siempre, por lo que así lo hicieron.
“Finalmente y contestando a preguntas formuladas, dijo la portera que nunca vio al ingeniero Ruiloba González Misa llegar a su casa acompañado de mujeres.
“Se espera el resultado de la necropsia a efecto de saber cuál fue la causa de la muerte del ingeniero y en esta forma iniciar las investigaciones respectivas.”


CAPITULO 9

Desde la calle se veían perfectamente las inmensas coronas adornadas de cientos de flores blancas. Los típicos listones morados cruzándolas diagonal u horizontalmente, con sus imprescindibles letras doradas contenían los nombres de los remitentes, sin faltar en algunas de tales cenefas las frases de ocasión que los muertos nunca leen y que a los deudos les importan un cacahuate.
El interior de la primera sala de velación de la funeraria estaba atestado de gente “bien”, vestida de riguroso luto. A diferencia de los hombres que parecían uniformados con sus zapatos, calcetines, pantalones, corbatas y sacos negros, la variedad de la vestimenta femenina, aunque negra igualmente, se destacaba, sin embargo, por el tamaño, quilataje y calidad artística de las cadenas y medallitas de oro que en todos los senos firmes o ya flácidos de las jóvenes o ya maduras mujeres del clan Ruiloba rebotaban de un lado a otro. Sobre las blancas muñecas, también competían los oros de las pulseras, algunas de ellas con el grosor de varios hilos de la más fina orfebrería muy  bien engarzados, mientras otras con dijes de brillantes que enmarcaban algún centenario o alguna virgen de Guadalupe o del Carmen. No faltaban tampoco discretos collares de perlas, al tiempo que las mantillas de chantilly o los finos velos, así como las peinetas o los broches de carey que lucían las negras cabelleras, contrastaban con el sencillo gris mate del féretro sellado de Antonio Ruiloba González Misa.
Desde que Esperanza estacionó el Fotingo en la banqueta contraria a la acera en la que estaba la entrada de la funeraria, para que descendieran Pera, Toñito, Joe Mulayo y Eduardo del Trigal, los infantes sintieron un impulso por ir corriendo a buscar a sus titos, antes que otra cosa. Pero el Chino y el Conde de la Gracia les tenían bien sujetas las manos mientras lograban cruzar una avenida de intenso tráfico que en el mediodía del domingo 20 de junio de 1954 era totalmente ajena al drama que estaba por cerrar uno de sus más  patéticos pasajes. En el instante en que los cuatro ingresaron a la lujosa agencia de inhumaciones, el carro de la atrabiliaria mujer partió a toda velocidad, mientras ella ya no intentaba controlar el llanto y en cada “alto” del trayecto hacia Montañas Rocallosas sacaba el pañuelo de su bolso para sembrarle más mocos verdes y lápiz labial rojo.

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