“LA PORTERA
DESCUBRE EL CUERPO
“Fue
interrogada inmediatamente después la portera María Estrada Luna, de 50 años de
edad, y la que dijo que cada seis o siete días hacía el aseo en el departamento
del ingeniero ahora extinto. Como sabía que el profesionista era epiléptico,
optó por abrir la puerta con la llave que tenía en su poder y llegar hasta la
alcoba de don Antonio para tocarle, pero como nadie le contestó, supuso que
dormiría.
“Sin
embargo, con cierta ansiedad y temerosa de que algo grave hubiera ocurrido,
volvió horas después y, al abrir la puerta de la recámara, se encontró a su
patrón ya sin vida. Dio aviso de ello al ingeniero Alfredo Videgaray, con quien
trabajaba el occiso y quien le ordenó que pidiera telefónicamente la
comparecencia del médico que lo atendía siempre, por lo que así lo hicieron.
“Finalmente
y contestando a preguntas formuladas, dijo la portera que nunca vio al
ingeniero Ruiloba González Misa llegar a su casa acompañado de mujeres.
“Se espera
el resultado de la necropsia a efecto de saber cuál fue la causa de la muerte
del ingeniero y en esta forma iniciar las investigaciones respectivas.”
CAPITULO 9
Desde la
calle se veían perfectamente las inmensas coronas adornadas de cientos de
flores blancas. Los típicos listones morados cruzándolas diagonal u
horizontalmente, con sus imprescindibles letras doradas contenían los nombres
de los remitentes, sin faltar en algunas de tales cenefas las frases de ocasión
que los muertos nunca leen y que a los deudos les importan un cacahuate.
El interior
de la primera sala de velación de la funeraria estaba atestado de gente “bien”,
vestida de riguroso luto. A diferencia de los hombres que parecían uniformados
con sus zapatos, calcetines, pantalones, corbatas y sacos negros, la variedad
de la vestimenta femenina, aunque negra igualmente, se destacaba, sin embargo,
por el tamaño, quilataje y calidad artística de las cadenas y medallitas de oro
que en todos los senos firmes o ya flácidos de las jóvenes o ya maduras mujeres
del clan Ruiloba rebotaban de un lado a otro. Sobre las blancas muñecas,
también competían los oros de las pulseras, algunas de ellas con el grosor de
varios hilos de la más fina orfebrería muy
bien engarzados, mientras otras con dijes de brillantes que enmarcaban
algún centenario o alguna virgen de Guadalupe o del Carmen. No faltaban tampoco
discretos collares de perlas, al tiempo que las mantillas de chantilly o los
finos velos, así como las peinetas o los broches de carey que lucían las negras
cabelleras, contrastaban con el sencillo gris mate del féretro sellado de
Antonio Ruiloba González Misa.
Desde que
Esperanza estacionó el Fotingo en la banqueta contraria a la acera en la que
estaba la entrada de la funeraria, para que descendieran Pera, Toñito, Joe
Mulayo y Eduardo del Trigal, los infantes sintieron un impulso por ir corriendo
a buscar a sus titos, antes que otra cosa. Pero el Chino y el Conde de la
Gracia les tenían bien sujetas las manos mientras lograban cruzar una avenida
de intenso tráfico que en el mediodía del domingo 20 de junio de 1954 era
totalmente ajena al drama que estaba por cerrar uno de sus más patéticos pasajes. En el instante en que los
cuatro ingresaron a la lujosa agencia de inhumaciones, el carro de la
atrabiliaria mujer partió a toda velocidad, mientras ella ya no intentaba
controlar el llanto y en cada “alto” del trayecto hacia Montañas Rocallosas
sacaba el pañuelo de su bolso para sembrarle más mocos verdes y lápiz labial
rojo.
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