-¡Toñito!,
¡Esperancita linda!, ¡niñitos preciosos!, ¡vengan, vengan para acá con sus tíos
que tanto los quieren!; ¡bendito seas, Dios, que en estos momentos de tanto
dolor nos das también tanta alegría!, clamaba la inconsolable tía Lupe,
mientras pañuelo desechable tras pañuelo desechable Raquel, la hija mayor de su
hermano Juan Ruiloba, le pasaba para sonarse y secarse el río de lágrimas que
corría a lo largo de su cara. El cuadro era conmovedor: Carlos Tello abrazó a
ambos sobrinos con todas sus fuerzas, mientras Lupe esperaba con sus brazos
abiertos para hacer lo mismo; el resto de los Ruiloba, así como las amistades
de los mismos veían la escena atónitos. Muchos de los presentes, ignorantes
de la historia de las criaturas recién
llegadas, de plano no entendían qué pasaba y a qué se debía la exclamación de
la obesa hermana mayor del difunto.
En la sala
de velación asignada a Ruiloba habría no menos de unas ochenta o noventa
personas. El tufo propio de ese tipo de instalaciones mortuorias no lograba
imponerse al olor del humo de cigarro de tantos fumadores que allí había,
aunque sí borró por completo a los indefensos aromas de los perfumes franceses
de las mujeres. El Chino Joe y Del Trigal, bien callados y bien sobrios, sólo miraban
a la negritud informe que los rodeaba, y
a su vez eran observados, o más bien examinados, entre no muy discretas
sonrisas burlonas de los Ruiloba y sus acompañantes. Ninguno de los dos se
había puesto traje negro.
Como era de
esperarse, pasada la sorpresa unos cinco o seis minutos después de su arribo al
velatorio, Pera y Toñito, apenados y acongojados por mil razones distintas, se
sintieron todavía más mal cuando empezaron a escuchar el rumor: “….pobrecitos,
míralos, son los hijos del pobre de Antonio….Dicen que la mamá está loca, que
habla con puras picardías y es bien borracha….mira sus caritas, qué
ternura…..¿y qué van a hacer Carlos y Lupe?, ¿los van a adoptar?....¡qué
paquetazo les espera!.....”
La hora de
la misa de cuerpo presente llegó y más lloraron entonces los hermanos del
muerto, todos por igual: Lupe, Carmen, Juan y Rafael; y no se diga Carlos Tello
y las esposas de Juan y Rafael. Juan Ruiloba se había casado con una morena de
despampanante figura, llamada Enriqueta Pérez Pérez, a quien despreciaban sus
cuñadas Lupe y Carmen por ser hija nada menos que de un tahonero gachupín y una
mexicana muy morena. En cambio, no ocultaban el cariño que sentían por Dulce
María De la Reguera Asúnsolo, esposa de Rafael e hija de unos poblanos muy
ricos que presumían pertenecer a la nobleza española.
Distante de
todos ellos, el esposo de Carmen, Salim Slim, permanecía impávido bajo el
dintel de la puerta del velatorio rentado. No negaba ni disimulaba su odio
hacia todos los Ruiloba, quienes le apodaban “El Camello”, por su ascendencia
libanesa, y no le perdonaban que la hubiera desposado, siendo, como era,
epiléptico, pobre y diez años menor que ella. Además, sus hermanos coincidían:
“Carmen salió muy inocente, muy tonta”.
Detrás de la
apariencia de unidad y la fama de familia muy católica y muy decente, lo cierto
era que entre los Ruiloba existían tremendas diferencias y rencores, pero todos se esmeraban en cuidar
muy bien las formas, en prestar la máxima atención al “qué dirán”. A esa manera
de ser y actuar, pertenecía, obviamente, la inmensa mayoría de sus amistades.
Por eso mismo ni Esperanza ni los Videgaray habían sido jamás aceptados, pues
no sólo eran hijos de un militar borracho, mujeriego, ateo y maldiciente, sino
además eran de formas muy poco pulidas y, desde su vestimenta misma, no
ocultaban que tenían algo raro, que no eran, pues, como el común de la gente.
El matrimonio de Esperanza Videgaray y Antonio Ruiloba estuvo así, desde el
primer segundo, destinado al fracaso. Las dos familias eran ni más ni menos que
agua y aceite.
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