sábado, 2 de marzo de 2013

Entrega 95



-¡Toñito!, ¡Esperancita linda!, ¡niñitos preciosos!, ¡vengan, vengan para acá con sus tíos que tanto los quieren!; ¡bendito seas, Dios, que en estos momentos de tanto dolor nos das también tanta alegría!, clamaba la inconsolable tía Lupe, mientras pañuelo desechable tras pañuelo desechable Raquel, la hija mayor de su hermano Juan Ruiloba, le pasaba para sonarse y secarse el río de lágrimas que corría a lo largo de su cara. El cuadro era conmovedor: Carlos Tello abrazó a ambos sobrinos con todas sus fuerzas, mientras Lupe esperaba con sus brazos abiertos para hacer lo mismo; el resto de los Ruiloba, así como las amistades de los mismos veían la escena atónitos. Muchos de los presentes, ignorantes de  la historia de las criaturas recién llegadas, de plano no entendían qué pasaba y a qué se debía la exclamación de la obesa hermana mayor del difunto.
En la sala de velación asignada a Ruiloba habría no menos de unas ochenta o noventa personas. El tufo propio de ese tipo de instalaciones mortuorias no lograba imponerse al olor del humo de cigarro de tantos fumadores que allí había, aunque sí borró por completo a los indefensos aromas de los perfumes franceses de las mujeres. El Chino Joe y Del Trigal, bien callados y bien sobrios, sólo miraban a la negritud informe  que los rodeaba, y a su vez eran observados, o más bien examinados, entre no muy discretas sonrisas burlonas de los Ruiloba y sus acompañantes. Ninguno de los dos se había puesto traje negro.
Como era de esperarse, pasada la sorpresa unos cinco o seis minutos después de su arribo al velatorio, Pera y Toñito, apenados y acongojados por mil razones distintas, se sintieron todavía más mal cuando empezaron a escuchar el rumor: “….pobrecitos, míralos, son los hijos del pobre de Antonio….Dicen que la mamá está loca, que habla con puras picardías y es bien borracha….mira sus caritas, qué ternura…..¿y qué van a hacer Carlos y Lupe?, ¿los van a adoptar?....¡qué paquetazo les espera!.....”
La hora de la misa de cuerpo presente llegó y más lloraron entonces los hermanos del muerto, todos por igual: Lupe, Carmen, Juan y Rafael; y no se diga Carlos Tello y las esposas de Juan y Rafael. Juan Ruiloba se había casado con una morena de despampanante figura, llamada Enriqueta Pérez Pérez, a quien despreciaban sus cuñadas Lupe y Carmen por ser hija nada menos que de un tahonero gachupín y una mexicana muy morena. En cambio, no ocultaban el cariño que sentían por Dulce María De la Reguera Asúnsolo, esposa de Rafael e hija de unos poblanos muy ricos que presumían pertenecer a la nobleza española.
Distante de todos ellos, el esposo de Carmen, Salim Slim, permanecía impávido bajo el dintel de la puerta del velatorio rentado. No negaba ni disimulaba su odio hacia todos los Ruiloba, quienes le apodaban “El Camello”, por su ascendencia libanesa, y no le perdonaban que la hubiera desposado, siendo, como era, epiléptico, pobre y diez años menor que ella. Además, sus hermanos coincidían: “Carmen salió muy inocente, muy tonta”.
Detrás de la apariencia de unidad y la fama de familia muy católica y muy decente, lo cierto era que entre los Ruiloba existían tremendas diferencias y  rencores, pero todos se esmeraban en cuidar muy bien las formas, en prestar la máxima atención al “qué dirán”. A esa manera de ser y actuar, pertenecía, obviamente, la inmensa mayoría de sus amistades. Por eso mismo ni Esperanza ni los Videgaray habían sido jamás aceptados, pues no sólo eran hijos de un militar borracho, mujeriego, ateo y maldiciente, sino además eran de formas muy poco pulidas y, desde su vestimenta misma, no ocultaban que tenían algo raro, que no eran, pues, como el común de la gente. El matrimonio de Esperanza Videgaray y Antonio Ruiloba estuvo así, desde el primer segundo, destinado al fracaso. Las dos familias eran ni más ni menos que agua y aceite.

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