Angustia
verdadera sufrió primero Toñito, solo, y luego con Pera, cuando ésta llegó, en
medio de Mulayo y Del Trigal, por los incontables parientes y amistades que se
despidieron de los tíos Lupe y Carlos. Por fin el carro se despejó de gente y
sólo se oyó que el Chino, salpicando saliva por doquiera como siempre que abría
la boca, dio garantías amplias de que él y el otro borrachín ahora en papel
convincente de sobrio caballero, entregarían a los dos niños en menos de hora y
media a Esperanza, en las Lomas.
Lupe y
Carlos, deshechos física, moral e intelectualmente, aceptaron la promesa del
asiático, además de que su sobrino Isaac les recordó que fue su propia madre
quien llevó a sus primos a la funeraria, custodiados por “estos finos señores”,
por lo que se deducía que ellos eran los obligados a regresarlos a su casa.
Interminables
besos y abrazos de despedida se dieron los niños y sus titos, ignorando los
cuatro si alguna otra vez volverían a verse en la vida, hasta que cerca de las
seis de la tarde dos gendarmes se acercaron al Pontiac para advertir que debían
de inmediato salir del panteón, que ya estaba cerrando sus puertas.
El auto
partió, junto a otros que se habían quedado rezagados, y a paso acelerado
Toñito, Pera, Joe y Eduardo del Trigal alcanzaron la verja y cruzaron la
avenida que descendía hacia el centro de la ciudad.
Con ojos de
águila, Joe buscaba, no el camión de primera o de segunda que debían abordar,
sino más bien una licorería para comprar al menos una anforita de Bacardí, pues
sentía que el piso se le hundía. Habían sido demasiadas horas y demasiadas
emociones y demasiadas responsabilidades para estar, pasadas las seis de la
tarde, con la garganta seca. Aunque el Conde de la Gracia y Duque de la
Obscuridad no había movido sus elegantes bigotes a la Howard Hughes, para
soltar siquiera una palabra, era obvio, certísimo que pensaba, sentía y
anhelaba lo que el filipino, pero con mayor intensidad, dado que andaba sin un
peso en la bolsa, a merced totalmente de su compinche.
En la bolsa
derecha de su saco sport de pana guardó Joe rápidamente la pequeña botella, una
vez que el Conde y él, pleito de por medio por las cantidades que deberían ser
ingeridas por cada uno, le dieron tres sorbos respectivamente, sin esperarse a
salir de la licorería y sin mezcla alguna de refresco. Ya medio “entonados”, se
dignaron finalmente buscar el primero de los tres autobuses que requerirían en
el largo viaje hacia las Lomas de Chapultepec.
Se treparon
a uno de segunda, en el cual ya no cabía un alfiler y que guardaba los sudores
propios de los trabajadores que no han podido bañarse después de turnos
laborales de diez, doce o más horas. No había un solo asiento vacío, por lo que
los cuatro viajaron de pie, bien asidos del pasamanos y guardando a duras penas
el equilibrio cada que el chofer bigotón y mofletudo frenaba o aceleraba el
camión con suma brusquedad. A los diez o quince minutos que lo abordaron, a
grito partido Joe empezó su perorata, que llenó de vergüenza a Pera y Toñito,
pues las miradas de las setenta u ochenta personas que ahí viajaban, se
enfocaron todo el tiempo en ellos:
-¿Pensaron
que se iban a quedar solos porque acabamos de enterrar a su padre? No se
preocupen: de ahora en adelante yo voy a ser su padre, yo los voy a proteger.
No se olviden: primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph. Y no
se preocupen cuando yo no esté porque ando atendiendo algún asunto, ahí dejo a
mi secretario. ¿Verdad, tú, Del Trigal?
-¡Sí,
claro!, repostó Eduardo, no porque hubiera escuchado y entendido lo gritado por
el Chino, sino más bien por el codazo que de éste recibió en el costado
izquierdo para que contestara afirmativamente.
-Yo a su
padre Antonio lo quise mucho, y ahorita que está muerto y sobre todo por la
manera como murió, pues lo quiero más….Pero ahora yo soy su padre y me tienen
que obedecer, porque ahora yo los voy a cuidar. ¡Y coño!, conmigo nada les va a
pasar, porque primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph,
¿entendieron?, les gritó por último a los hermanos que no soportaban ya las
miradas de todos los curiosos que en un santiamén se habían enterado de que su
padre acababa de ser enterrado y que había muerto de alguna forma especial.
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