Quince minutos antes de que arribara
el camión, Jerónima ya lo estaba esperando en la esquina de su parada, como
todos los días, para conducir a Toñito hasta la última casa, del lado izquierdo,
de esa Cerrada de Hamburgo, larga y estrecha, que remataba en una alta pared de
ladrillos rojos. Esperanza-Pera-, su hermana única, llegaba una hora más tarde, a las dos en
punto, en el camión anaranjado del Colegio Americano, donde estudiaba la
primaria y, claro está, Jerónima repetía la operación. Estudiaban los niños en
sendas escuelas estadounidenses, dado el complejo de su madre, quien odiaba a
México y todo lo que pudiera ser o representar, al tiempo que mitad hablaba o
gritaba o maldecía o insultaba en inglés y mitad en español. Era pro yanqui a
ultranza, capitalista a ultranza y anticomunista y antisemita a ultranza. Sus
ídolos eran Adolfo Hitler, Francisco Franco y Henry Ford, y así como se
lamentaba de que “los gringos no se hayan anexado hasta el pinche Yucatán”, lo
hacía también porque el austríaco no “se chingó a todos los judíos del mundo”.
Hasta el cansancio leía y releía “El Judío Internacional” y “Los Protocolos de
los Sabios de Sión”.
Jerónima no cruzó palabra con el
pequeño Antonio -Toñito- cuando éste descendió del camión. Simplemente cargó su
mochila y lo tomó de su mano derecha, pegado a la hilera izquierda de casas, y así
caminaron hacia la casa marcada con el número uno. Era alta y angosta, pintada
la fachada de gris, con una gran ventana de marco blanco en el primer piso, que
era la de la sala, y con un balcón arriba de ella. El balcón se desprendía de
la recámara de Esperanza Videgaray, la única amplia de la pequeña construcción,
y contrastaba con el reducido espacio y humilde mobiliario del cuartito de ese
segundo piso, donde dormían los dos niños, y se ubicaban también la cocina y el
único baño que tenía la casa.
A los cuantos pasos dados, Toñito
percibió de inmediato el penetrante olor del tabaco, primero, y el
inconfundible del alcohol, después. Asimismo, mientras avanzaban, más fuertes y
más claras se escuchaban las notas de la música gringa puesta a todo volumen.
El corazón infantil empezó a latir a un ritmo cada vez más acelerado, sudorosas
se volvieron las manitas y el pánico envolvió instantáneamente al pequeño
Antonio Alfredo Ruiloba Videgaray.
Apenas comence a leerla y ya voy hasta aqui, buena novela gracias por compartirla
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